CLINICA FLENI
En Fleni teníamos un pequeño departamento para mí y Norma que siempre estuvo
a mi lado con su invariable apoyo.
Hubo muchos exámenes, estudios y evaluaciones hasta que determinaron un
plan de trabajos de rehabilitación en el gimnasio con los fisioterapeutas. Cada
mañana, con el desayuno, recibía el plan del día que se cumplía rigurosamente.
Iba y venía en silla de ruedas, que Norma empujaba ágilmente si los
transportadores se demoraban. Tuve que aprender a caminar como si fuera un
bebé. Me colocaban una faja colorada, que significaba peligro de caída, y el
terapeuta me sostenía de la faja para que yo diera mis primeros pasos, otra
vez, a los setenta y nueve años. Progresaba día a día y lo celebrábamos con
Norma como una gran conquista. Después empecé a subir y bajar algunos escalones
y a trabajar caminando en las paralelas. Cuando tenía que hacerlo con los ojos
cerrados se complicaba porque la vista es el principal elemento que forma el
equilibrio. Me hicieron rehabilitación con la ayuda de diferentes aparatos en
que los tenía que tratar de mantener el equilibrio monitoreado en la pantalla.
Después vino el trabajo duro en la bicicleta fija y finalmente para mi gran
alegría me sacaron a caminar al patio y al jardín. Cada pequeño progreso lo festejábamos
con alborozo, trabajaba con fe y con esperanzas, alimentadas cada día por la recuperación
que notábamos.
Tome conciencia de mi propio cuerpo, lo que los médicos llaman Eutonia. Me
propuse firmemente luchar para recuperarme y encontré energía para lograrlo. No
debía dejarme agobiar por el stroke que me había golpeado. No iba a dejar que
adelantara mi vejez y no bajé los brazos. Yo sabía que la vejez no es cuestión
de años sino un estado de ánimo. Por eso aquí estoy, tratando de terminar estas
memorias, dejando correr mis dedos en el teclado de mi compañera computadora un
día 6 de septiembre del 2010,
a pocos días de cumplirse cinco años de aquel ataque a
mi vida.
Pero volvamos a Escobar, a la Clínica Fleni y a mi trabajo de rehabilitación
acompañado de la incansable Normita.
Almorzábamos en el restaurante de la clínica un menú recomendado con poca
sal. Era duro estar rodeados por otros pacientes igual o mucho peor que yo.
Había casos patéticos. Jovencitos parapléjicos, alimentados en la boca un día
por su mamá, otro día por su papá. Hubo un caso que nos impactó terriblemente.
Una mujer joven, por una infección tuvo que ser amputada de sus manos y de sus
pies; sólo tenía muñones. La veíamos en el gimnasio haciendo sus ejercicios,
siempre sonriente y alegre. Le hacían una terapia especial de recuperación para
aprender a usar sus muñones. Un día la vi tratando de manipular una aguja de
coser. Un domingo fuimos a misa en la capilla de la clínica y ella comenzó a
cantar con una hermosa voz angelical. Ella sonreía y nosotros llorábamos de
emoción. Qué espíritu ¡ Qué maravilla! No supimos más de ella. Que Dios la
bendiga.
Aunque la clínica era hermosa, la atención
médica muy buena y el servicio excelente se nos hacía difícil convivir con
tanta tristeza.
Le pedí al neurólogo Dr.Buonamico si podía darme de alta de la clínica
porque físicamente me sentía mejor. Me aconsejó quedarme una semana más pero insistí
y nos fuimos. Agradecidos por la recuperación que había logrado en esa
institución pero ansiosos de salir de un escenario que nos encogía el corazón.
Viajamos en LAN a Buenos Aires. A mi lado, pasillo por medio se sentó el
gato Romero, uno de los más grandes golfistas profesionales de la Argentina. Fue tan
gentil que tuvo la amabilidad de darme su tarjeta y me pidió que lo llamara para
invitarme a jugar. Lamentablemente la extravié.
En sillas de ruedas fui hasta el remise que nos llevó a la casa de Andrea
en Belgrano. Me esperaban con otra silla para discapacitados que Andrea había
alquilado pero la rechacé y empecé a movilizarme sólo, despacio, buscando apoyo
en muebles y paredes.
La clínica Fleni me enviaba todos los días a un fisioterapeuta para
realizar los ejercicios indicados. Una tarde, María José, una querida amiga,
compañera de colegio de María, me ofreció llevarme a su club a probar de tirar
unas pelotas de golf. Para mi sorpresa y alegría pegué mejor de lo esperado y
no me caí, como temía.
A los pocos días decidimos irnos a Punta del Este, porque estaba seguro de
que en mi querida Alborada, entre los pinos y el jardín me iba a sentir mejor.
Y así fue. Todos los días venía un profesional a dirigir mis ejercicios hasta
que un día me animé pedirle a mi amigo y apreciado vecino Dieter Oldekop si me
acompañaba a Cantegril, mi añorado club, donde había ganado tantos torneos y
donde hasta había hecho mi inolvidable hoyo en uno. Salimos en carro, lógicamente,
pero en el hoyo tres, al subir la pequeña barranca que lleva al green me caí en
el césped. Y no fue la última vez; otro día, también acompañado por Dieter, en
el green de práctica, perdí el equilibrio y me derrumbé sobre un gran macizo de
margaritas, que Miguel, el jardinero del club, cuidaba con amor. Dieter me levantó,
pero el perfil de mi cuerpo quedó dibujado entre las flores aplastadas.
Volví al golf, casi regularmente. El club me adjudicó un nuevo handicap de
28 y me despedí con nostalgia de los 19 que tenía anteriormente. Gané dos
torneos en la nueva categoría, pero había vuelto a ser un principiante.
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