Mi refugio

Mi refugio
Alborada

miércoles, 14 de agosto de 2013

EL CAMINO DE SANTIAGO

La ruta Jacobea, que hicimos en el Año Santo de 1993, fue un viaje inolvidable que nos llevó por pueblos y ciudades llenos de historia, tradiciones y mística. No lo hicimos caminando como tantos penitentes y peregrinos, porque nuestra edad ya no lo permitía, sino tripulando un auto que habíamos tomado al cruzar la frontera de Francia con España.
Entramos a la ruta, por lo que se que se llama el camino francés, comenzando en Roncesvalles en los Pirineos y Puente de la Reina. Atravesamos Navarra, La Rioja, Castilla, León y Galicia. Siempre hicimos noche en los famosos Paradores, hasta el último, imponente Hostal de los Reyes Católicos en Santiago de Compostela. Volviendo a los días del camino, siempre tratábamos de comer los menús iguales o parecidos a aquellos que degustaban lo antiguos peregrinos.
















                                                                                   
Puente de la Reina

Así abundaron las sopas paisanas, las “pochas” de codorniz y chorizo, en Navarra; los espárragos “cojonudos” de la Rioja; conejos, alubias y sopa de ajo más adelante y los vinos locales, algunos, con solera de muchos años. Y no olvidamos las tortillas, guisos, cocidos, chuletas y el delicioso vino de orujo. Seguramente que lo pasamos mejor que muchos peregrinas a quienes veíamos en las puertas de las iglesias curándose las ampollas sangrantes de los pies. Pero yo hubiera cambiado con gusto, la comodidad de nuestra tercera edad, por la juventud entusiasta de esos jóvenes peregrinos.
Ya habíamos pasado por Calahorra y nos habíamos deleitado con sus merecidamente famosos pimientos que disfrutamos asados y rellenos.







Algunas etapas fueron significativas por algo especial. En Logroño, aún en La Rioja, nos encontramos con la semana de la fiesta de la Vendimia que coincide con las celebraciones de San Mateo. Era septiembre de 1993.



 


En la Feria de Viana
           





Nos encantaba esa ingenua alegría popular, sin desmayos. Vimos desfiles de gigantes y cabezudos, partidos de pelota a mano y nos sumamos a la degustación gastronómica de los distintos productos de las Casas Regionales. Yo disfruté los huevos con pimientos y Norma una jugosa Chuleta. Seguían los fuegos artificiales, espectáculos folklóricos y verbenas a las que no pudimos quedarnos.
En la ciudad fortaleza de Viana coincidimos con una interesante feria medioeval donde vimos artes, oficios y artesanías de esa época. Visitamos el hermoso e impresionante Altar de Santa María y al frente de la iglesia, una lápida recordando que allí murió en combate Cesar Borgia, ese tenebroso personaje que había sido obispo a los 16 años.
En el Monasterio de Yuso, todavía en la Rioja, vimos y leímos, detrás de vitrinas, los primeros textos escritos de la lengua castellana allá por el siglo X, en la letra del poeta Gonzalo de Berceo. Ante esos textos incunables no pudimos menos que hacer una pausa respetuosa y emocionada.





















  Primeros escritos en lengua castellana.



















 













 Con el padre Alfredo, en San Millán de la Cogolla,



Cruzábamos pueblos y ciudades, muy cerca unos de otros, contrastando con nuestras largas distancias de soledad en Argentina.
En San Millán de la Cogolla, nos recibió el padre Alfredo que tuvo la gentileza de llevarnos a su amplia sacristía y mostrarnos en ella escudos en piedra y las banderas de Uruguay y Argentina.
Al entrar en la iglesia, nos sorprendió que arriba de la cripta hubiera un gallinero de piedra y dentro de él, vivitos y contentos, un gallo y una gallina blancos. El Padre Alfredo nos contó la leyenda. Resulta que entre los muchos peregrinos que hacían alto en esta ciudad para venerar las reliquias de Santo Domingo, llegó un matrimonio con un joven de dieciocho años, muy buen mozo. La chica del mesón donde se hospedaron se enamoró del pero ante la indiferencia del joven decidió vengarse. Metió una copa de plata en el equipaje del joven y cuando los peregrinos siguieron su camino denunció el robo al corregidor. Las leyes de entonces castigaban con el delito de hurto y el inocente peregrino fue ahorcado. Al salir sus padres camino de Santiago de Compostela fueron a ver a su hijo ahorcado y al llegar escucharon la voz de su hijo que les decía que Santo Domingo le había salvado la vida. Fueron enseguida a la casa del Corregidor a contarle el milagro. El Corregidor, incrédulo, les contestó que su hijo estaba tan vivo como el gallo y la gallina asados que se disponía a comer. En ese preciso momento, el gallo y la gallina se cubrieron de plumas y saltando del plato se pusieron a cantar. Y desde entonces se dicen los famosos versos:” Santo Domingo de la Calzada donde cantó la gallina después de asada”. En recuerdo de este suceso, se mantienen en el lugar un gallo y una gallina vivos y siempre de color blanco.













El gallo y la gallina en la iglesia de Santo Domingo de la Calzada.


Llegamos a León, la capital del antiguo reino, con su rico patrimonio romano y medioeval y el hechizo de la catedral gótica más pura y bella de España. Hicimos noche en el Hostal San Marcos. Un lugar único en toda la ruta jacobea, donde conviven la Catedral, el Museo y el Parador. Un majestuoso edificio que fuera monasterio y hospital en el siglo XVI. Nos detuvimos ante la belleza de los arabescos y demás ornamentos de su fachada, una obra sobresaliente del renacimiento español. Para llegar a nuestro alojamiento transitamos el museo viviente del claustro y la sala capitular, antiguos amueblamientos y armaduras de legendarios combates.
El hostal tiene fama también por su cuidada gastronomía regional su comedor que visitaron con frecuencia los reyes de España. Nosotros no nos privamos y acabamos con un cocido maragato, unas natillas de postre y un reconocido vinito del Bierzo.







                     Hostal de San Marcos


Como ferviente lector de libros y relatos de la época de los templarios, no podía prescindir de la visita a Villalcazar de Sirga, un pequeño pueblo de poco más de doscientos habitantes, antiguo asentamiento romano en las tierras de Palencia, por donde pasaron los caballeros templarios a su vuelta de Jerusalén, a principios del siglo XII.
Sabíamos de un restaurante pequeño, especializado en comidas a la antigua usanza, con mesas sólidas, grandes vigas de madera y una chimenea de piedra. Era el Mesón de los Templarios a cuya tentación no pudimos resistir. Con Norma, a la noche, sólo tomábamos un té o comíamos algo muy liviano. Era una receta muy sana para los viajes, pero el almuerzo siempre era propicio para conocer lugares y paladear comidas y vinos regionales.
En el Mesón de Villa Sirga nos entregamos al placer de un cordero lechazo, asado al horno de leña y preparado por su propietario, don Pablo Moreno, Mesonero Mayor del camino de Santiago. La gente dice: “Si bien comer queréis, al mesón de Pablo iréis.”




                      Mesón de los Templarios.

Nos desviamos un poco al sur del camino, para visitar el pueblo Seoane do Caurel, en la región de las verdes sierras do Caurel, en la provincia de Lugo. Un pueblo intranscendente, donde preguntamos insistentemente si algún Seoane lo habitaba y ninguno encontramos; la inmigración gallega a las Américas se los había llevado a todos. Como la capilla estaba cerrada tampoco pudimos indagar. Ese pueblo Seoane nos defraudó porque no tenía nada rescatable y sus pobladores, ni parecían gallegos ni les interesaba la presencia de visitantes de América, llegando en busca de recuerdos y huellas de sus ancestros







                                  Cruce de caminos.





































Nos desviamos hacia el sur para ir a San Juan Seoane y reencontrar a mi prima gallega Antonia, cincuenta años después. El pequeño poblado al final de un sendero de montaña, ahora, con el progreso, había quedado casi al borde de la Autopista del Atlántico, la E-5 y las líneas eléctricas de alta tensión, cortaban el cielo.



















































 La familia gallega

                                      
Con la prima Antonia y su hijo.


Encontramos la vieja casa de piedra del tío abuelo Toño, en Cerneda de Avegondo donde habíamos estado con papá en 1950. Sufría medio siglo más y estaba bastante descuidada. Nos identificamos a la familia que nos recibió un poco sorprendida. Eran una mezcla de campesinos y de gente de ciudad y nos envolvimos en una charla complicada, tratando de descubrir cuál era la relación de parentesco que nos unía y no fue fácil; ya era de segundo o tercer grado. Les costaba hablar castellano. Su idioma natural era el gallego. Mientras conversábamos se acercó una vaca, despacito, comiendo pasto del patio y una joven del grupo corrió a sacarla, con sus zapatos de tacos altos y finitos que se enterraban en el barro. Fue una situación extraña y casi patética. Nos contaron que unos primos ricos de La Coruña querían comprar la casa de Toño para arreglarla, construir piscina y convertirla en su casa de veraneo. La visita no daba para más y nos despedimos llevándonos las señas del domicilio de la prima Antonia. El encuentro fue más bien triste y decepcionante. Prefería mantener el recuerdo de aquella visita con papá en 1950 donde todo había sido simple y grato.
Encontramos a Antonia que era mi finalidad. Nos abrazamos largamente y lloramos de felicidad. Habían pasado cuarenta y tres años desde que bailábamos alegremente, jotas y muñeiras en la fiesta de “Os Caneiros”. Antonia mostraba los años pasados. Era una campesina fuerte y rústica pero no había perdido su alegría exuberante y expresiva. También hablaba en gallego y yo la dejaba porque la entendía bastante bien y no quería forzarla al castellano con el que, evidentemente, no se sentía cómoda. Nos mostraba con entusiasmo, a lo lejos, las varias pequeñas fracciones de tierra que eran de su propiedad; exhibición característica del minifundio en Galicia. Su hijo le había regalado un lindo chalet, alhajado con todo el equipamiento del confort moderno, pero ella nos contaba, riéndose, que no los sabía manejar. Nos invitó a quedarnos unos días en su casa pero teníamos que seguir el Camino y llegar a Santiago. Nos despedimos con tristeza. Ambos sabíamos que la despedida era para siempre.
Nos acercábamos a nuestro destino. Pasábamos por los últimos pueblos de la ruta jacobea, en busca de la excelsa Santiago de Compostela. Nuestra ansiedad aumentaba mientras se hacía la noche. Y de pronto, miramos al cielo donde una brillante vía láctea con millones de estrellas nos señalaba el camino. Sin duda las mismas estrellas que tantos siglos atrás iluminaban el camino de los primeros peregrinos en busca del sagrado sepulcro del Apóstol Santiago.
Teníamos reserva en el Hostal de los Reyes Católicos situado sobre la misma plaza del Obradoiro. Unas cadenas de gruesos eslabones cerraba la entrada a la plaza y un guardián nos detuvo.
Cuando le informamos que íbamos al hostal, nos abrió con diligencia y buenos deseos. Entré al enorme salón de la recepción, confieso que emocionado, le doy el nombre bien gallego de Seoane y el conserje me dice que no encuentra la reserva. Ya empezaba a enojarme, cuando encuentra la reserva, pero, para el día siguiente. Norma ya estaba a mi lado y se nos vino el alma al piso. No hubo ruego alguno que lograra una habitación. Nos dicen que las reservas se hacen con años, o meses de anticipación. Debimos partir y elegimos corrernos a la cercana Betanzos con muchos recuerdos porque papá solía contar que por Betanzos había pasado el abuelo Juan, en camino al puerto de Vigo cuando emigró a la Argentina. Ese día que el abuelo pasó, había fiesta en el pueblo porque se inauguraba la esperada fuente de agua.
Allá nos fuimos y una vez instalados salimos a comer algo ligero y a buscar la fuente. Estaba, en medio de la plaza. Brotaba agua fresca de la que bebí un trago y leí: “1864,” Fue el año en que el abuelo emigró. La fuente no era nueva para mí porque cuando en 1950 visitamos Galicia con papá, me la había mostrado, con evidente emoción. Cuando a la mañana tomamos café bajo un soportal, ya no vimos a las mujeres de antes pregonando las sardinas frescas que llevaban en una gran bandeja de latón, haciendo equilibrio sobre la cabeza. Lo que no había cambiado eran las fachadas de cristal, las iglesias medioevales y las empinadas cuestas. Betanzos era como un símbolo, como un muestrario de la Galicia marinera. Caminamos toda la mañana, llegamos al puerto, ahora deprimido por la competencia del vecino La Coruña y al mediodía, nos comimos unos callos con garbanzos y brindamos con una copa de vino del Ribeiro.


 

 Betanzos

A la tarde regresamos a Santiago. Nos volvieron a levantar las cadenas de la plaza y, para nuestra alegría, un enorme cuarto nos esperaba. Me invadieron los recuerdos de aquella primera vez en Santiago con papá, en el Año Santo de 1950, entonces, nuestro alojamiento había sido una modesta pensión. Compostela, junto con Roma y Jerusalén, es uno de los tres mayores centros de peregrinación de los pueblos cristianos. En tiempos antiguos los peregrinos partían en grupo para darse protección.Todos llevaban un amplio sombrero para protegerse del sol, un morral para la comida, una calabaza para el agua y el bordón, que era como un cayado o báculo, para defensa y apoyo. Atravesamos el Pórtico de la Gloria que solo se abre en los Años Santos y es una preciada joya del estilo románico. Al entrar en la catedral, cumplimos con devoción la tradición de colocar la mano en la piedra, debajo de la imagen del Apóstol. Presenciamos la ceremonia del botafumeiro, uno de los símbolos más conocidos de Santiago. Se trata de un enorme incensario de latón, colgando desde lo alto, que se balancea cada vez más rápido empujado por sacerdotes ayudantes. El botafumeiro, que en gallego quiere decir “echa humo” nació como remedio para perfumar y desinfectar la catedral de Santiago, ya que la llegada de peregrinos al templo después de hacer un camino tan duro, provocaba que el olor allí fuera insoportable. Además, en esas épocas se permitía dormir a los peregrinos en el interior de la catedral para descansar y resguardarse del frio y la lluvia. La ceremonia se realiza solamente durante la misa de doce en los Años Santos.


Peregrinos frente a la Catedral de Santiago.





En Santiago hay varios signos que son emblemáticos de Galicia: los soportales de sus calles, sus típicos quesos cónicos y el vestuario negro de las mujeres del pueblo
Dicen que visten negro porque aún arrastran duelo por sus muertos en la trágica guerra civil.



En Santiago el tiempo parece detenido. Todos los pisos son de una piedra laja gris, casi siempre mojada por las reiteradas garúas gallegas, que las hacen brillar con espléndidos reflejos. Santiago es también un importante centro universitario, a la vez que es la capital política de Galicia.












                                               Salamanca
Emprendimos el regreso, con un poco más de prisa y por ruta diferente. Pasamos por Ourense, Puebla de Sanabria y Benavente, donde dormimos en el Parador Conde de Gomarra.
Visitamos la Universidad Pontificia. Luego la gran Salamanca, aquella de “Lo que natura non da, Salamanca non presta”.        Enorme, imponente, señorial. Sentí una gran angustia, como una nostalgia, por lo que no pudo ser. Qué no hubiera dado por haber sido un estudiante en alguna de sus escuelas! Pero, no hay marcha atrás! ya era tarde para volver a ser universitario.
No tuve el privilegio de vivir la vida universitaria, como la ha hecho Tommy, por ejemplo en Estados Unidos. Hoy creo que la universidad de masas es demagogia; no hay relación entre profesor y alumnos.    
Comimos muy bien y barato en uno de sus varios comedores universitarios. Yo ponía oídos atentos a las conversaciones y risas de los estudiantes. Qué envidia!!!
Más adelante entramos a La Alberca, un pueblo suspendido en el tiempo, fascinante. El primer pueblo rural de España, declarado monumento histórico nacional. Hubiéramos querido quedarnos sentados en la plaza, cerca de una señoras que tejiendo y conversando, vestidas de negro y delantales blancos, nos creaban dudas de en qué siglo estábamos. Compré un bastón rústico que aún atesoro Nunca olvidé ese pueblo; nos prometimos volver y tal vez, aún estemos a tiempo.





           










La Alberca
           

Llegamos al Monasterio de Yuste como estaba en nuestros planes. Llovía fuerte y parejo. Había una puerta chica de hierro, frente a la cual golpeamos las manos. Salió un joven simpático diciéndonos que apuráramos porque iba a comenzar la misa. Lo seguimos por un senderito de piedras hasta la iglesia, un severo edificio gótico del siglo XV. No había nadie en la nave, parecía que la misa era para nosotros solos y además, para nuestra sorpresa, entraron al altar seis monjes de blanco y cantando: era una misa concelebrada. Qué emoción y que privilegio.
Después pasamos al comedor donde nos atendió el mismo joven que nos había recibido. Todo era muy austero con simples mesas y sillas muy de madera. Igualmente austera la comida, consistente en una sopa de huevo y ajo, pan casero y un revuelto de espárragos trigueros. De postre queso de cabra y miel casera..
El amable joven nos invitó a conocer los claustros y las dependencias monacales. Fuimos a la habitación donde el emperador Carlos V había pasado los dos últimos años de su vida, por propia elección. La habitación se comunicaba con la iglesia lo que le permitía asistir a misa desde su propia cama.






Monasterio de Yuste  


Luego de esa etapa tan emotiva, seguimos nuestro camino. Hicimos noche en el Parador de Oropesa y volvimos a la ruta. Llegamos a Talavera de la Reina, donde lógicamente, Norma quiso ver sus famosas cerámicas. Había muchos talleres, con sus estilos y especialidades. Cuando pensé que ya era suficiente para mí la dejé a Norma tratando de comprar algo muy lindo pero a buen precio y me fui a conocer la Colegiata de Santa María, de la que tenía noticia. Era muy interesante, de gótico mudéjar, construida en el siglo XIV.
El próximo pueblo era Lagartera. Visitamos la casa de doña Pepa Alai, fina artesana de famosos manteles, proveedora de la Casa Real de España y de los Países Bajos. Compramos un mantel con ocho servilletas y un centro de mesa.
Seguimos sin parar hasta Toledo. Queríamos admirar el coro de la catedral considerado el más grandioso de la cristiandad.
Con atención enfrentamos esa obra espléndida del siglo XVI. Está construida en dos grandes planos, el coro bajo y el coro alto. La sillería tiene 72 sitiales y en la parte alta se muestran las genealogías de Cristo según los Evangelios y en la baja, los santos de la iglesia.

 









El coro de la catedral de Toledo       
Toledo es la capital de Castilla y todo allí es monumental. Habíamos estado en Toledo con papá en aquel viaje descubridor de 1950, cuando me decía que al doblar de cualquier esquina podía aparecerte un cuchillero. Lo que yo recordaba de entonces era que al atardecer el sonido de tantas campanas resonando, parecía llevarte atrás, a siglos románticos y peligrosos. No teníamos reserva en el Parador; nos quedemos en “Los Cigarrales” un hotel de cercanías. Desde la ventana del cuarto teníamos una vista panorámica maravillosa del rio Tajo y de la ciudad. Comimos una sopa castellana de ajo, aceite, pan y chorizo colorado y después una codorniz estofada.


 San Francisco. Museo del Greco

Admiramos los Grecos en el museo del gran pintor. Toledo fue declarada por la Unesco, Patrimonio de la Humanidad                                              
Regresamos a Madrid cargando la emoción de las vivencias del camino realizado. Hicimos una pausa y descanso en Madrid. Fuimos al teatro Alcázar a una función protagonizada por nuestro Alberto Closas, tan querido en Buenos Aires y la gran actriz española Amparo Rivelles. Disfrutamos la obra que era “El Canto de los Cisnes”, pero nos llamó la atención que Closas tosía con mucha frecuencia; pensamos que podía ser una exigencia de su papel. Esa noche fue su última actuación. Pocos meses después Closas falleció en su amado Madrid.
Por segunda vez visitamos el Museo Sorolla. A Norma y a mí nos encanta ese pintor valenciano. Fue uno de los primeros impresionistas españoles con una temática reiterativa sobre playas, retratos de familia, costumbres y trajes. El museo funciona en lo que fue la casa del pintor por muchos años. Sorolla gustaba del aire libre, la playa, la captación de los efectos de la luz, sin negro y sin contornos. Conseguimos una hermosa reproducción de su pintura “Madre e hija en la playa” que nos acompaña en nuestra casa de Punta del Este.

Madre e hija en la playa.



Salimos de Madrid, hacia Cifuentes y La Olmeda, los pueblos de la familia Arbeteta en el centro de la provincia de Guadalajara, a poco más de cien kilómetros de Madrid. Esther conducía su auto, velozmente pero segura, mientras nosotros admirábamos la actividad fabril de la periferia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario