Mi refugio

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Alborada

miércoles, 12 de diciembre de 2012


REVISTA “ESTO ES”


 

Durante los años de Montevideo del exilio en Montevideo yo escribía artículos periodísticos para la Revista “Esto Es” de Buenos Aires, que pertenecía al abogado, Dr. Tulio Jacovella. Lo hacía con el seudónimo de Mariano Acebal a fin de no comprometer al amigo empresario dueño de la publicación. En función de esa tarea había conocido e iniciado amistad con el gran artista uruguayo Carlos Páez Vilaró. Le hice una amplia nota de varias páginas que según Carlos le abrió las puertas de Buenos Aires. Era un apasionado de los históricos negros lubolos del tradicional barrio de Palermo, en Montevideo. Salía con ellos en los carnavales, castigando con mano dura su propio tamboril arrancándole esas notas rítmicas que se suman a otras lonjas templadas definiendo la personalidad de cada comparsa. Cada barrio tiene su estilo que identifica al grupo con el vaivén de sus bailarinas y el despliegue de sus banderas y sus trofeos. Carlos Páez Vilaró, Carlitos, personaje inolvidable que fue un privilegio conocer. Me regaló varios dibujos de la serie de candombes que llevé a una galería frente a la Plaza Cagancha de Montevideo para que me las encuadraran. Después, vino la revolución, nos fuimos a Buenos Aires y en el torbellino de esos meses, por un tiempo, olvidé las láminas. Cuando con Norma, en un viaje de Navidad a Montevideo, pretendimos retirarlas, no las tenían ni las recordaban. Cómo no tenía un recibo porque había confiado en la honestidad del negocio, las perdí. Creo que fueron deshonestos. Lo sentí mucho, no se podían repetir.

Con Carlos nos volvimos a ver muchas veces, tengo cariño y la más profunda admiración por él y pienso que es uno de los grandes embajadores sin cargo, que tiene Uruguay. Lo sumo a otro gran admirado, también desde hace muchos años: Carlos Maggi. A Maggi tuve el placer de conocerlo y tratarlo, allá por el año 56 cuando a veces tomábamos café, con mi compatriota Augusto Bonardo, en un bar de la Avenida 18 de Julio, al lado de Radio Ariel que pertenecía al ex presidente Luis Batlle Berres. Allí se juntaban además de Maggi, Jorge Batlle, Maneco Flores Mora y otros de la lista 15 del partido colorado.
 
Carlos Páez Vilaró

El director de “Esto Es”, Dr. Tulio Jacovella, me pidió que le hiciera un reportaje a don Luis Alberto de Herrera, el patriarca líder del partido blanco. Me sobresalté. Herrera era el último gran caudillo del Río de la Plata, un personaje casi místico del Uruguay. Le pedí ayuda a Flores Mora y con él armamos las preguntas y el desarrollo de la entrevista. Fue una nota amplia, muy bien comentada, incluso por don Luis Alberto que me hizo llegar un cálido saludo.

 


MI NORMA


 

Un día que me acerqué a la sala de dirección donde trabajaba Omar de Feo, me encontré de pronto con una niña hermosa, delicada y elegante, sentada y luchando frente a una máquina de escribir con la que no conseguía hacer amistad. A su lado un cesto lleno de hojas de papel y carbónicos arrugados. Recuerdo como hoy ese momento Vestía un trajecito dos piezas, color gris y una blusa blanca de encajes, cerrada y recatada. La saludé y me respondió tímidamente. Se llamaba Norma. No pensé que esa personita, pocos años después iba a ser mi mujer y mi amor para siempre. Algo empezó a cantar en mi corazón.

Leyendo a Saramago un día encontré una frase que sentí mía: ”Eran como dos seres que en el exacto momento en que finalmente se encontraron comprendieron que se habían estado buscando”. Me atreví a invitarla a tomar el té cuando terminaba su trabajo y aceptó. Fuimos a una esquina clásica de Montevideo que era la Confitería “Oro del Rhin”. La invitación se repitió muchas veces. Le encantaba la torta de frutilla y siempre disfrutaba de abundante porción que equivalía a un día de mi sueldo, mientras yo alegaba falta de apetito para disimular mi falta de dinero. Conversábamos de política, de cine y de poesía. Me contaba de su familia, de su mamá con ancestros portugueses y criollos y de su papá, Bianchi, de origen italiano, general del ejército uruguayo y un oficial prestigioso y brillante que siempre ascendió por concurso y fue condecorado con la Legión de Honor por Francia y por otros países Norma había vivido con su familia en Francia y España donde el general había sido agregado militar durante la segunda guerra mundial.

Cuando conocí a Norma recién habían llegado de Washington después de otra misión diplomática Algunos días ella venía a la radio en el auto del padre, un imponente Mércury negro, último modelo. Otros días yo la acompañaba caminando y conversando, hasta su casa en el Boulevard Artigas, muy cerca de lo que es hoy la Estación de Tres Cruces. Toda esa vasta área había pertenecido al bisabuelo de Norma, don Indalecio Perdomo. Aún existe la hermosa mansión estilo español, de dos plantas y una gran pérgola, construida por el arquitecto catalán Villamajó.

Le regalé el primer libro: “Toi et Moi” de Paul Geraldy, en francés, que yo había traído de París y mamá, muy oportuna, me lo había mandado de Buenos Aires. Norma había estudiado en el Liceo francés y vivido en Francia, y dominaba el idioma.

En esa época yo siempre andaba con un libro bajo el brazo y todo momento era bueno para leer aunque fuera un párrafo. Leía a los clásicos españoles, Garcilaso de la Vega, Valle Inclán, Espronceda y a los poetas García Lorca, Machado y Rafael Alberti y a los franceses Jean Paul Sastre, Camus, Valery y a todos los poetas argentinos Sacaba libros de la biblioteca popular. Leí “El Embrujo de Sevilla” del gran escritor uruguayo Carlos Reyles, a mi juicio no suficientemente valorado. Me fascinó y fue una de las mejores páginas que leí nunca sobre la mágica Sevilla

Un día, cuando estábamos llegando a su casa, Normita me invitó a entrar y conocer a su familia. Acepte sin titubear. Una decisión que iba ser decisiva en mi vida. La primera en darme una amable bienvenida fue su mamá, Serafina Stilita Perdomo de Bianchi, una dama refinada y elegante. Era el mes de noviembre de 1950. A esa primera visita formal siguieron muchas otras, casi diarias, con cena incluida. Conocí al general, sencillo, cálido y simpatizante de mi causa antiperonista. Nos caímos bien mutuamente. Otras hermanas eran Mabel, de novia con Roberto Iglesias, buen mozo, deportista y estudiante de arquitectura y la hermanita más chica de la familia, una rubia graciosa que se llamaba Martha.

En otra oportunidad fui presentado a la abuela ya anciana y en silla de ruedas y muy cariñosa conmigo, patriarca de la familia Después, a la hermana mayor Nelly, recién casada con un oficial de la Fuerza Aérea. Finalmente conocí a la última habitante de la casa, hermana menor de la mamá de Norma. Nunca supe su nombre de pila, pero la llamaban Chita. Era flaquita, bajita y más bien fea. Nunca la vi comer; pero siempre estaba tomando Coca Cola. Tenía épocas depresivas. Una vez intentó suicidarse y se tiró de la ventana de su cuarto en el segundo piso, pero tuvo la precaución de caer sobre un frondoso hibisco que amortiguó su caída. Era un extraño personaje; como una sombra que pululaba por la casa sin ruido. También había tías. Simpaticé con una que llamaban “Nena”, muy católica. Había ido a un congreso de peregrinación en la India y se había impresionado tanto con la pobreza y la suciedad que entró en una depresión de la que pocas veces salía. Se había casado con un pintor uruguayo Orestes que vivía en Rio de Janeiro y allá se fue con él. Los visitamos en un viaje que fuimos en auto, desde Montevideo, con Norma, Nelly y sus dos chicos, Alberto y Mariano. Lo pasamos muy bien. Era carnaval, fuimos al desfile callejero porque todavía no estaba construido el sambódromo. Fue el año en que la canción temática fue “Tristeza”: “Tristeza nao tem fin, felicidade sim”. Orestes era un maniático de la limpieza; cuando salíamos de la playa, antes de subir al auto, nos cepillaba los pies para sacarnos la arena.

Silvana Pampanini .[1]

 Mi trabajo en la radio crecía. Además de los noticieros hacia un microprograma para Viajes COT y otra media hora de comentarios de cine. Ese programa me avergonzaba bastante porque era pagado por un distribuidor, de modo que la crítica a sus películas, siempre debía ser buena. Me pagaban bien, lo necesitaba, pero me hubiera gustado opinar con libertad. También hacía otras extras. Una noche tuve que transmitir el desfile de carnaval por Radio la Voz del Aire. Del carnaval uruguayo yo no sabía nada pero con la ayuda de recortes de diarios y asesoramiento de algunos que si sabían, me las arreglaba aceptablemente. Otras noches retransmitía teatro. Mi labor era la presentación de la obra, sus actores y personajes y luego estar atento al desarrollo de la acción porque cuando se producía algún largo silencio, tenía que llenarlo con algún comentario pertinente

Lo máximo fue cuando mi protector y amigo Enrique De Feo, subdirector de las dos radios, siempre queriendo ayudarme, me encargó nada menos que el comentario del acto de asunción de las autoridades del primer gobierno colegiado del Uruguay que encabezó el Dr. Martínez Trueba. Al principio me sentí aterrado por esa responsabilidad, pero después, con la audacia que no me faltaba, me largué al ruedo. Leí todo lo que estaba a mi alcance, hablé con amigos politizados, busqué fotos para conocer las caras y salí adelante, usando mi voz más seria y un poquito impostada. Debe haberlo hecho bien porque ni el gobierno ni nadie se quejaron. Yo siempre le pedía a Norma que me escuchara y me criticara, pero ella, enamorada, siempre me felicitaba.

 

DESCUBRIMIENTO DE PUNTA DEL ESTE


 

Me asignaron la conducción para radio Carve del Primer Festival internacional de Cine de Punta del Este, creado por el gran Mauricio Litman, responsable de la primera puesta en valor internacional del gran balneario uruguayo. Se realizó en las instalaciones del Cantegril County Club y me acompañaron en la transmisión Cristina Morán y Américo Torres. El cine mundial se dio cita en Punta del Este y por primera vez en Sudamérica. Llegaron grandes figuras como Walter Pidgeon, Gerard Phillipe, Jean Fontaine, Silvana Pampanini, Ricardo Montalbán, Mirtha Legrand, Luis Sandrini, Odile Versois y otros. Inauguró el certamen el presidente de Uruguay, Luis Batlle Berres.

Punta del Este era un pueblo que recién empezaba a crecer. Las únicas calles asfaltadas eran Gorlero, la avenida Roosvelt que era angosta y el camino que llevaba a la Barra de Maldonado. La playa de la Olla ya tenía ese nombre y enfrente se levantaba el edificio que conocimos como el edificio de los árabes. Recién se había inaugurado el hotel San Rafael con casino y de ahí hasta La Barra eran arenales despoblados. En la Barra no había hoteles y el único restaurante era el modesto Pepe Corvina.

En el hotel San Rafael funcionaba la “boite” Le Carrouselle” y cantaba Dick Farney. Uno de los días del festival le hice una nota periodística para radio Carve a Mirtha Legrand y la envié a Montevideo. Pero el departamento comercial de la radio tuvo la ocurrencia de venderla sin conocimiento ni el permiso de Mirtha. Se irradió en un horario central como : “Máquinas de coser Singer presentan a Mirtha Legrand ¡” La joven Mirtha se enteró e hizo el gran escándalo acusándome a mí del hecho y haciéndome responsable. Desde entonces cada vez que nos encontrábamos y delante de quien fuera, no vacilaba en señalarme y acusarme en voz alta. Su queja era razonable, pero no era mi culpa. Sería porque no participó de la venta?

En el exilio montevideano habíamos hombres de todos los ámbitos de la vida argentina: empresarios, militares de las tres armas, profesionales estudiantes, sindicalistas y políticos. La mayoría solteros, pero algunos con sus esposas o parejas. En el comedor del diario “El Día” que generosamente nos abría sus puertas al precio de sus propios trabajadores, nos encontrábamos casi diariamente, en una mesa grande, con el ex diputado Agustín Rodríguez Araya, recordado denunciante de la mafia de la lotería con los “niños” cantores; con Jesús Fernandez, ex presidente del poderoso gremio de la fraternidad ferroviaria, otros sindicalistas y varios otros hambrientos compañeros exilados. Eran mediodías de amable intimidad con el tema recurrente de las noticias de Buenos Aires. Entre todos los exilados vivíamos en una atmósfera de mutua simpatía, el sentimiento que une a aquellos que comparten la misma idea o la misma lucha política.



[1] Silvana Pampanini, ex Miss Italia. Actriz cinematográfica de los años cuarenta y cincuenta entre otras películas filmó Esclava del Pecado y La Bella de Roma.
 

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