ESPAÑA
Al encontrarnos con papá en la estación de Madrid, nos fundimos en un tierno y largo abrazo; llorábamos y reíamos de alegría y emoción. Lo había extrañado. Tenía admiración por él. No sé si he heredado alguna de sus virtudes. Era alegre y conversador, simpático, más sonriente que serio, generoso y solidario. Hacía meses que no nos veíamos y pasamos horas poniendo al día nuestras vidas; mis 23 años y los 64 de papá. Aunque en aquella época no había la confianza y la intimidad de hoy; nos queríamos sin decírnoslo.
Nos hospedamos en una pensión de la calle De las Carretas, muy cerca de la Plaza del Sol. A la mañana, la muchacha de la limpieza me dijo “Señorito, hábleme usted un poco, que me gusta tanto su acento” Me hizo mucha gracia, pero tomé conciencia de que nosotros hablábamos un español diferente. Sobre todo en el ritmo y el acento; hablábamos más suave. Luego de algunos días en Madrid, del Museo del Prado y otras bellezas, entre las cuales se encontraba el sabroso jamón de Jabugo, partimos en un pequeño bus, de dos pisos, hacia la tierra de nuestros antepasados, en Galicia. Elegimos el piso de arriba para tener mejor vista de los paisajes. Mucho tiempo recorrimos la llamada carretera real, bordeada de castaños en flor. Con nosotros viajaban las campesinas con bolsas de patatas, gallinas, pavos y lechoncitos, cada uno con sus respectivos sonidos.
Llegamos a La Coruña y nos sorprendió una preciosa ciudad, con edificios de galerías vidriadas que le ganaron el nombre de “tacita de cristal”. Paramos en un pequeño hotel, frente a la plaza de María Pita, nombre de una heroína coruñesa. Y, desde luego visitamos la Torre de Hércules que alberga el faro en funcionamiento más antiguo del mundo. Probamos con papá y nos gustó, el “carajillo” que es café negro con unas gotas de aguardiente de orujo. Sigo aficionado a él, pero como no tengo ese aguardiente lo reemplazo con un buen brandy español o un coñac francés.
Al día siguiente tomamos un pequeño bus hacia el pueblo de los abuelos. Elegimos viajar en los asientos de arriba del ómnibus para tener mejor visón del paisaje, acompañados por las campesinas, de pañuelo atado a la cabeza y variados bolsos. Transitamos la llamada carretera real, también bordeada por grandes castaños. A lo largo del camino divisamos algunos “Pazos” que son mansiones señoriales en el campo, que eran residencias de los antiguos nobles. Descendimos donde nos indicaron, frente a un caminito que no era más que una huella por el que caminamos más de dos horas al sol , hasta una modesta aldea de pocas casas, que se llamaba San Juan Seoane de Abajo. Supe que en la zona, hace siglos, hubo un marqués, don Juan Antonio de Seoane con su respectivo castillo y como era costumbre sus súbditos solían tomar su apellido Ese puede haber sido el origen del nombre que me dió mi padre. Las casas tenían paredes construidas con enormes piedras, nadie sabía cuándo Se entraba por la cocina y al lado, separado por un pequeño muro, estaba el corralito que albergaba a la vaca, la chiva y algunas gallinas con su gallo. Luego supe que el calor de los animales, en invierno, calentaba el piso de arriba que era todo dormitorio. La cocina, “eira” en gallego, era también la sala de estar. No había muebles, los asientos eran de piedra y arriba, en el dormitorio, se extendía de lado a lado, un largo alambre del cual se colgaban las pocas ropas de la familia. La casa era de mi tío abuelo “Toño”, hermano de mi abuelo Juan y con papá no logramos saber desde que época lejana estaba construida
El viejo Toño no manejaba moneda y todo lo hacía por trueque. Por ejemplo, cambiaba granos por cuero para hacerse sus ojotas. Una economía muy simple. Se tomaba sus buenos vinos y una noche, se equivocó y en vez de ir para la puerta enfiló hacia la ventana y como no era más que una abertura, pasó de largo, cayó y se mato. Murió en su ley. Eso fue poco después de nuestra visita.
En ese pueblo de mis antepasados conocí a mi prima Antonia, simpática y cantarina. Tuvimos la suerte que en esos días se celebraban la fiesta anual de “Os Janeiros” Los botes llegaban desde Betanzos a la ría vecina, engalanados de flores y los vecinos bajaban a comer y beber, cantar y bailar durante tres días seguidos. Con Antonia bailamos sin descanso las jotas y muñeiras gallegas, tan alegres y divertidas. Esa sí que fue una fiesta! Papá practicaba hablar gallego que le encantaba y estaba feliz! Mirarlo gozar de su Galicia, a mí también me hacía feliz.
En casa del tío Toño comíamos siempre lo mismo: caldo gallego. Era con porotos, patatas, nabos y versas (una especie de repollo gallego) y grasa de unto. Un día, en una de las caminatas que hacíamos con Antonia, descubrí, con alegría, un maizal. Cuando le dije porqué no le ponían maíz al caldo se rió mucho y dijo que eso era solo para los puercos. Yo insistí y para complacerme, le pusieron unos choclos al caldo. Tomó un poco más de gusto, pero los granos eran duros, incomibles.
Llego el momento de irnos y a San Juan Seoane de Arriba nunca llegamos ni conocimos, tan bien lo pasamos abajo. Fue una triste despedida de esa familia sencilla y montañesa que papá nunca volvería a ver.Seguimos en tren hacia otros pueblos. En la estación de Padrón papá se acordó que era donde había nacido la gran poetisa gallega Rosalía de Castro y quiso bajar a conocer la casa que quedaba a metros de la estación. Tan fascinado estaba él y tan distraído yo que no advertimos la partida del tren. El jefe de la estación llamó a la próxima parada para que nos guardaran el equipaje y nos quedamos en Padrón varias horas, hasta el próximo tren. Nos teníamos apuro y papá se entretenía recitando los famosos cantares gallegos de Rosalía, de los que recuerdo una frase: “Airiños, airiños ay! /Airiños da miña terra”. Llegamos a Pontevedra, visitamos su famoso museo y después seguimos hacia el Ferrol del Caudillo, donde nació el dictador Franco que gobernaba España y otra vez en camino hasta la fascinante Santiago de Compostela. Esa ciudad majestuosa es el destino final del “Camino de Santiago” peregrinación católica que se realiza todos los “Años Santos”. En 1993, cuarenta y tres años después, hicimos con Norma ese histórico camino del que ya contaré, pero, no caminando sino en auto, por la simple razón de que nuestras piernas, ya con bastantes años de uso, no nos hubieran llevado. Recuerdo sus callecitas angostas, los grandes soportales y sus pequeñas ventanas a través de las cuales, varias veces, vimos colgada la foto de la argentina Eva Duarte que mandó barcos de trigo a España, cuando pasaban hambre. Casi sin excepción las mujeres vestían de negro, cumpliendo largos años de luto por sus muertos, algunos desde la época de la cruenta guerra civil fratricida, que duró cuatro años y terminó en 1939. Sus quesos cónicos son riquísimos y famosos. Llegamos a la inmensa catedral. Nos impresionó. Está edificada sobre las sucesivas iglesias y monasterios que resguardaron la tumba del Apóstol Santiago. Su impresionante nave tiene una cuadra de largo. Nos sentamos en un banco, absortos y silenciosos.
La casa de Rosalía
EL REGRESO
De Santiago de Compostela papá se fue a La Coruña y se quedó unas semanas en casa de sus primos, los Varela, parientes lejanos de aquel legendario general Varela de la toma del Alcázar, cuando la guerra civil. Yo tomé el tren a Vigo para embarcarme de regreso a la Argentina.
El viaje a Buenos Aires, fue menos divertido pero más intelectual, gracias a las largas charlas en cubierta en las que desbordaba la admirable cultura de Perriaux. Leí uno de los estudios que había realizado en París respecto al estilo gótico y la Catedral de Nôtre Dame. Durante el viaje, trabajaba en un ensayo sobre Cervantes y el Quijote.
Volviendo a los años más jóvenes, cuento que nunca fui muy amigo del alcohol pero en la época en que jugaba al rugby, nadaba y jugaba tenis en el Club Arquitectura tomábamos wisky, disimulado en una taza de té porque el “coach” nos vigilaba. Una noche de fin de año, tuve una mala experiencia. Todo el grupo de amigos tomamos bastante y bailamos hasta el amanecer. Mamá me había regalado un lindo traje azul claro, cruzado, que estrenaba esa noche. Saliendo del club, caminábamos cantando, muy alegres, hasta que yo perdí el equilibrio, di un resbalón y caí en una zanja al costado de la vereda. Salí, avergonzado y embarrado, pero riendo. Volví al club, me lavé como pude y me quedé al sol hasta que el traje se secó un poco. Llegué a casa al mediodía del primero de año y afronté el disgusto y el reto de mamá. Fue mi primera y última borrachera.
Era un fumador liviano, no más de un paquete diario de cigarrillos rubios, comenzando a escondidas a los quince años. Un día de 1969, yendo en auto a esquiar a Bariloche, cuando me ofrecieron un cigarrillo lo rechacé porque iba a tratar de mantener limpios mis pulmones y tener más oxigeno, necesario en la altura. No fumé por catorce días y cuando volví a Buenos Aires seguí sin fumar, hasta el día de hoy. Me preguntan cómo hice. Esbocé la teoría de que el placer que puede dar un vicio puede remplazarse por otro placer mayor, como, por ejemplo la pasión por un deporte.
Muy natural y simple, realmente un placer, felicitaciones.
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