FREDDY
Estando en la estancia “La Brava” de la familia Paz Anchorena, en Mar del Plata, mi querido amigo Freddy y su hermano mayor, Pepe, se pusieron a jugar, cada uno con una lancha, haciéndose olas en la laguna. En una mala maniobra, se chocaron: Freddy se golpeó y cayó al agua; lo encontraron ahogado tres días después. Me enteré estando en Punta del Este y volé a Buenos Aires para su velatorio y su entierro en la bóveda de la familia, en Olivos. Perder a mi entrañable amigo Freddy; fue un gran dolor en mi juventud. Lo sentía un hermano y como tal lo lloré.
LUCILA
En un viaje al pueblo de Lujan de donde era el Eduardo, (Milo) Gibaja, compañero en la directiva del centro de estudiantes, conocí a su hermana Lucila, bailarina de ballet moderno y alumna de la famosa Cecilia Ingenieros. Ella fue mi primer amor y mi primera pareja. Siempre que podía la acompañaba a sus ensayos de baile para admirarla. Me hacía cargo de poner la música. Un día me dio la mala noticia de que la habían invitado y becado para un curso de ballet moderno en Madrid. Intenté desistirla, pero partió. Fue el primer golpe fuerte a mi corazón. Lloré su ausencia y busqué consuelo en el regazo comprensivo de mamá, pero, finalmente, me decidí a ir a Europa tras ella. Vendí mi amada moto Norton 500 y mi parte en un velero, clase cadete, que teníamos con Freddy y con Luis Basabilbaso, compañero de la facultad y me embarqué en el barco “Corrientes” de la flota mercante argentina.
Era el mes de junio de 1950, bautizado por Perón, como el Año del Libertador José de San Martín. Tenía 23 años. Viajé en clase económica, en un modesto camarote interno, con cuatro cuchetas que ocupábamos con mi compañero de viaje “Cacho” Di Lorenzo y dos italianos que iban a visitar a sus familias en Italia .Cacho fue mi mejor amigo del barrio de Olivos. A media cuadra de mi casa, estaba la farmacia de sus padres Francisco “Pancho” Di Lorenzo y su esposa Lola. Los sábados nos sentábamos a jugar al póker con la familia Di Lorenzo y otro amigo, el sastre del barrio. Jugábamos desde las diez de la noche hasta el mediodía del domingo y nos fumábamos y tomábamos todo. Hoy lo pienso y lo repudio. Tal vez por el recuerdo de tantas horas de sueño perdidas sin gracia, hoy no me gustan los juegos de cartas y me niego sistemáticamente a participar aún de la ingenua canasta a la que me invitan Norma y sus hermanas en los inviernos de Punta del Este .Tampoco nunca me dejé tentar por los casinos y sus juegos, ni en Mar del Plata, ni en Las Vegas, ni en Punta del Este.
Ya en el barco, conocí a una deliciosa chilena, Eliana Mella Guerra que viajaba con sus padres. Pasábamos el tiempo muy entretenidos en los salones o en cubierta y habíamos formado un alegre grupo joven.
Entre las chicas había una brasileña, que se llamaba Iraci que en el idioma de los indios Tamoios significa labios de miel. Tuve el placer de saborear su dulzura. Evidentemente yo era un poco casquivano y en la inmensidad del mar, comenzó a perder fuerza la imagen de mi primer amor. Me olvidé de Lucila; sin embargo, cuando un día, en Punta del Este, muchos años después, su hermano Milo me dijo que Lucila había muerto, la lloré, muy conmovido.
Tuve la suerte de conocer en el barco a doctor Manlio Fusco, simpático abogado de Nápoles que hablaba un culto y melodioso idioma italiano. Le conté mi episodio con su idioma en el último año del colegio nacional y la linda profesora a la que le miraba las piernas .Le hizo mucha gracia y se ofreció a que yo leyera en italiano y él me corregía la pronunciación. Me encanto la idea y así pasaba con él las horas en que no estaba divirtiéndome con el grupo joven. Cuando hicimos escala en Lisboa se bajo para visitar al heredero del trono de Italia de quien era amigo y que estaba exilado en Estoril.
Papa nos esperaba en Nápoles, le conté de la amistad que había hecho con el doctor Fusco y aceptamos su invitación de visitarlo en el “piccolo Palazzo “de los Fusco en el vecino pueblo de Massalubrense. Era una hermosa villa con un gran patio de naranjos que papa admiró. Desde la terraza se divisaba la isla de Capri. La mama del doctor Fusco nos recibió con mucho cariño y pasamos un día muy feliz.
Papa se fue a España y yo me sumé al grupo de la familia de Eliana. Hicimos juntos las primeras excursiones a Capri, Sorrento y Pompeya. Una noche pudimos ir al famoso Teatro San Carlos. Mi amigo Cacho; era músico, buen ejecutante de clarinete y se asombró ante la maravillosa acústica de esa sala. Era un junio caluroso en Italia, pero con Eliana éramos como pájaros felices cantando nuestra juventud.
Roma nos introdujo en la historia de Italia y de la humanidad. La ciudad de Rómulo y Remo y de la loba que los alimentó, fue fascinante. El Foro Romano, el Moisés de Miguel Ángel y la Capilla Sixtina, Bernini y la Piazza San Pietro, el Vaticano, museos; cuánta historia, cuánto arte y cuánta belleza; no parábamos, siempre acompañando a Eliana y familia. Subíamos y bajábamos las escalinatas de Piazza Spagna, y nos uníamos a la heterogénea juventud, celebrando la vida. Ese rincón romano tiene algo especial que hace que uno pueda quedarse horas, mirando el cielo, las buganvillas floridas o a la gente, como hipnotizado. Una noche festejamos los dólares recién recibidos y cenamos en el restaurante Sabattini, frente a una antigua iglesia iluminada, en el famoso barrio del Trastébere. Fueron días muy felices hasta el momento de la despedida de Eliana y su amable familia. Nos hicimos promesa de reencontrarnos en París.
Seguimos recorriendo Italia hacia el norte, con la ilusión de encontrar a Lucila que estaba bailando en Venecia. Pero cuando llegamos a la romántica ciudad de los canales, Lucila había regresado a Madrid. Fue un amargo desencuentro, pero, esta vez, no me rompió el corazón. Con mi compañero Cacho Di Lorenzo, caminábamos las callejuelas de Venecia sin descanso y subíamos y bajábamos sus pequeños puentes, con los ojos bien abiertos frente a tanta elegante antigüedad e historia. Venecia era mágica pero también era secreta y nuestros días no fueron suficientes para llegar a descubrir su embrujo. Conocimos el teatro de La Fenice que muchos años después se incendió. Nos inclinamos ante el Puente de los Suspiros y supimos que los suspiros no eran de amor y sino de los condenados a muerte que por allí pasaban.
Escuchábamos a los pintorescos gondoleros cantándole a las parejas que alquilaban los románticos paseos por los canales A veces los dólares se demoraban y estábamos muy preocupados. Los reclamos del estómago eran más fuertes que el romanticismo. Me acuerdo que el último día en Venecia, sentados en la escalera de un puente, solo comimos bananas. Ni soñaba entonces que algún, día casado con mi Norma, comeríamos en Cipriani´s y tomaríamos “Bellinis” en la plaza San Marcos.
De Venecia nos fuimos a Paris, en tren tercera clase. Los asientos eran muy duros pero se compensaba con los cambiantes paisajes y la heterogénea y modesta compañía. Algunos italianos cantaban, otros comían la merienda que habían llevado. Una señora amable, a nuestro lado, nos invitó con un sándwich de jamón casero, que fue delicioso y muy oportuno. Que gente linda! Con la generosidad del humilde.
PARIS
De pronto estábamos en París. Que ilusión!
La famosa Ciudad Luz nos deslumbró y nos embriagó de arte, historia y poesía. Nos alojamos en un modesto y simpático hotel del barrio de Montparnase por los primeros días, hasta que fuimos a la ciudad universitaria a visitar al director del pabellón argentino, recientemente inaugurado Era un gran señor De Ridder, para quien yo tenía una carta de presentación. Nos concedió alojamiento gratis, por todo el mes de julio, en una habitación grande y cómoda del segundo piso, con vista a los hermosos jardines. Debajo de nosotros, cada mañana, una avanzada estudiante de piano nos deleitaba al despertar con sus ensayos, La Cité Universitaire estaba en las afueras de Paris, pero el Metró nos dejaba muy cerca.
Nos reencontramos con Eliana. Con ella subí, entusiasmado hacia lo más alto de la torre Eiffel. Caminábamos, descubríamos rincones, tomábamos cafecitos en las sillas de la vereda a la sombra de los toldos, o nos sentábamos en bancos de los parques a conversar y robarnos algún beso. Pero Eliana se fue, y esa vez fue para siempre. Tiempo después alguien me dijo que se había casado en Chile con un médico, discípulo de su padre que era un famoso cirujano.
Estábamos en Paris para la celebración de la histórica fecha patria del 4 de julio. En alegre grupo nos fuimos al atardecer a participar de la fiesta popular. Acercándonos, todavía lejos del escenario, de pronto una guitarra y una voz me estremecieron. Me pareció reconocer a nuestro argentino Atahualpa Yupanqui. Y cuando llegamos si, era él. Que emoción -¡“Yo no le canto a la luna, porque alumbra nada mas, le canto porque ella sabe de mi largo caminar”. Cacho y yo nos abrazamos llorando.
Siempre estábamos muy cortos de dinero. Nos mandaban periódicamente unos dólares que esperábamos con impaciencia y angustia. Generalmente comíamos en el comedor de la Cité, donde el plato más económico era anguila frita. A mí me gustaba y me recordaba cuando con papá las pescábamos de sus cuevas en los bordes de las zanjas de la “Alborada” en el arroyo Guayracá. Aprendí a pelarlas, colgándolas de la cabeza y tirando de la piel resbaladiza hasta dejar su carne desnuda. Mama las cocinaba, muy ricas, encebolladas, Quien me diría que pocos años después la estaría comiendo, casi a diario, en Paris. Algunas noches, para ahorrar, nos comprábamos un cucurucho de papel, lleno de papas fritas, acompañadas con ciruelas secas como postre. Era suficiente.
La ciudad universitaria cerraba por vacaciones en agosto, así que con Cacho tuvimos que mudarnos. Encontramos un pequeño hotel en el Barrio Latino, sobre la Rue Souflot, casi esquina con el famoso Blvd. Saint Michel o Buv. Mich, como después aprendimos a llamarlo. Era un quinto piso, sin ascensor, pero era barato que era lo que nos importaba. En el dormitorio teníamos una piletita lavamanos y un bidet. El baño era común a varias habitaciones y para bañarse debíamos avisar a la encargada que llenara de agua la bañera porque no había ducha. Esta facilidad se pagaba aparte, por lo que demás está decir que no nos bañábamos todos los días.
Una noche fuimos a un concierto de Jacqueline Francois. Cantó “Les Feuilles Mortes” que estaba de moda; hermosa canción cuya letra aún recuerdo:” O! Je voudrais tant que tú te souviennes/ des jours heureux où nous etions amis/ en ce temps –là la vie était plus belle/ et le soleil plus brûlant qu´aujourd’hui………..”
La radio nos deleitaba con Edith Piaf, Jean Sablon e Ives Montand. Escuchar a esos admirados cantantes, además del grato placer, nos acostumbraba el oído al idioma y a la mejor pronunciación.
Me gustaba perderme caminando por los barrios de París, mirado hacia arriba, a terrazas y cúpulas y adelante, a los portales y las esquinas con placas recordatorios de la guerra, los maquis y los fusilados en las diversas etapas de la historia de Paris, hasta que, cansado, buscaba el banco de un parque o un bar, si tenía unos francos disponibles .Una tarde fui al cementerio de Montparnasse donde es muy fácil perderse de tan extenso que es con sus callecitas y. senderos con lapidas y flores a cada lado. Allí reposan los restos de Jean Paul Sartre y Simone de Bauvoir, de Charles Baudelaire y tantos intelectuales y artistas franceses e internacionales. Esta Cesar Vallejo, el peruano que ya había escrito:” Me moriré en Paris con aguacero, un día del cual ya tengo el recuerdo” y esta nuestro Julio Cortázar, junto a su última mujer Carol Dunlop.
Me encantaba caminar las callecitas de la Ilhe St. Louis, en el Sena. Pensaba si algún día me sería dado vivir por un tiempo allí. Quien vivió sus últimos años esa isla soñada, con su mujer Laura Escalada, fue el gran músico y compositor Astor Piazolla. A Laura la conocí siendo locutora del programa “La Feria de la Alegría”, en mis épocas de televisión en Canal 13 y después se casó con mi amigo Milo Gibaja y al poco tiempo se divorciaron. Laura era una gran mujer, destacada profesional y fue abnegada compañera de Astor hasta el final.
Aunque mi compañero Cacho no era muy amante de la noche, cuando podíamos, salíamos. Paseábamos por la ribera del Sena y nos parábamos en medio de los puentes a contemplar el paso lento de las barcazas. Pero mi lugar favorito, al que el casto Cacho no me acompañaba era un cabaret que se llamaba “Le Ciel” en el barrio de “Pigalle”. Cuando supieron que era argentino, las “señoritas”de la casa me pidieron que les enseñara a bailar tango, lo que yo hacía bastante bien y me retribuían invitándome con una copas del rico Pernod, un fuerte licor anisado que apenas probé me gustó. Si se hacía tarde y perdía el último Metro, nos quedábamos charlando para esperar el primer tren de la mañana. Muchas veces volví a París, pero nunca fue lo mismo. Como tampoco yo era el mismo.
Mi idioma francés había mejorado y me permitía sostener una conversación liviana y cuando mis pobres finanzas me lo permitían caminaba hasta Saint Germain y me sentaba en el Café de Flore con la esperanza de ver Jean Paul Sartre y Francoise Sagan que eran frecuentes parroquianos. A veces, cansado de mis caminatas, me sentaba a leer, en un banco del Parc Monceau, mí preferido, porque había menos gente que en el gran Parque de Luxemburgo.
El profesor de la Sorbona nos aconsejo que visitáramos la biblioteca Sainte-Genevieve. Fuimos varios los que nos asombramos desde la entrada, por enorme, inmensamente rica en contenido, lujosamente bella y muy organizada. La caminamos en silencio con admiración y sana envidia. ¿Porque no figura en la mayoria de los itinerarios turisticos de Paris?
En algunos días pocos días en que me atacaba la tristeza o la soledad, mi refugio era la Sainte- Chápele, la conmovedora Capilla Real de la Ilhe de la Cité, obra cumbre del período gótico en el siglo XIII con sus asombrosos vitraux que la inundaban de luz y color. Me sentaba en paz y era uno más en la devoción por la Virgen María a quien la capilla estaba dedicada.
Cacho Di Lorenzo ya se había vuelto a Buenos Aires y para mí llegó el momento de abandonar París y viajar a Madrid para encontrarme con papá. Por suerte el pasaje, de segunda, ya lo tenía. En el viaje, repasaba mis días de París y pensaba si algún día podría volver. El tren cruzaba media Francia y media España. Fue un viaje un poco cansador, en asientos incómodos, pero fascinante. Me bebía el paisaje que siempre cambiante, pasaba rápido ante mis ojos curiosos que buscaban archivarlos en la memoria.
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