Mi refugio

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Alborada

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Martha y Emilio, La Sirena,Trufik.



MARTHA y EMILIO


En esa época hice amistad con Luis Havas y su novia Martha. Salíamos, charlábamos y nos divertíamos
Después dejamos de vernos y pasaron más de cuarenta años. Un día, en Punta del Este, mi amigo Emilio Perina, nos invita a su sombrilla en la playa, para presentarnos a alguien muy importante en su vida. Al acercarnos, para sorpresa de Emilio y de Norma, la señora que estaba con él, viene hacia mí y yo voy hacia ella, hasta encontrarnos en un abrazo conmovido. Era aquella Martha que hacía tantos años no veía. Me contó su historia. Ya casados, habían ido a Madrid, pero allí, Luis la había dejado, con dos hijos que ya tenían y sin mayor explicación. Martha, con la fuerza y el talento que yo le conocia, salió adelante en el mundo del periodismo y las letras, hasta, de vuelta en Buenos Aires, llegar a Emilio, periodista, escritor y director propietario de la revista “Todo es historia”. Desde entonces renovamos nuestra fraterna amistad, hasta hoy.
Por mi querido y admirado Perina, conocimos al arquitecto Jorge Correa y a su mujer Sarita, ambos encantadores. Formábamos un grupo muy unido, en el que siempre había tema para conversaciones inteligentes, en la playa, en nuestras casas o en distintos paseos. Con ellos conocimos Cabo Polonio, entonces una playa casi desconocida al norte de Punta del Este, con acceso restringido, en defensa de sus dunas milenarias.
Correa se murió en Punta, sorpresivamente. Emilio Perina lo siguió unos años después llevado por un implacable cáncer. Reiteradamente invitamos a Martha que viniera a estar con nosotros en Punta. Nunca aceptó. No se animaba a afrontar Punta del Este sin su Emilio.

LA SIRENA


En un viaje a Italia, papá visitó a la familia de Miguel Sulmona y les hizo los trámites para que sus dos hijos vinieran como inmigrantes a la Argentina. Vivieron y trabajaron un tiempo en “La Sirena”, después don Miguel enfermó y toda la familia se fue a vivir a la ciudad de La Plata. Necesitábamos un encargado en la quinta. Pusimos un aviso en el periódico “Delta” y aparecieron varios interesados. Nos gustó una pareja de entrerrianos, Enrique y Esther, pero a Norma le llamó la atención el vientre abultado de la señora y le preguntó si estaba embarazada. Dijo que no porque ella tenía estrechez de vagina. Los contratamos. Al principio cumplieron muy bien su trabajo, nos esperaban cuando llegábamos con la lancha que ya reconocían por el sonido del motor, regaban nuestra huerta y mantenían muy bien el jardín. Un día nos pidieron permiso para criar un cerdo en terrenos a fondo del parque. Sin entusiasmo, mamá les dió permiso. La panza de la señora seguía creciendo al mismo tiempo que engordaba la chancha que estaban criando. Un fin de semana llegamos y sólo estaba Enrique. Preguntamos qué había pasado y nos contó que Esther, su mujer, armada con un gran cuchillo se había subido a horcajadas sobre la chancha para sacrificarla, pero que en la lucha, había perdido el niño que gestaba y estaba en el hospital.
Tiempo después Esther tuvo una hijita, pero se fue con ella, abandonando a Enrique que se dedicó a la bebida. Una mañana lo encontraron muerto al pié de la escalera de la que seguramente, borracho de vino tinto, se habría caído.

TRUFIK


Para el corte de madera papa tenía contratado a un peón ruso de nombre Trufik, que apenas hablaba castellano. Era un hombre rudo y fuerte que tenía mucho afecto por mí. Se preocupaba de enseñarme todas las precauciones que había que tener para manejar las grandes hachas pesadas y filosas con las que él trabajaba y a mí me gustaba también empuñar. Recién habían aparecido las sierras a motor y aunque papá le había comprado una, él no se acostumbraba a hacerla arrancar tirando de la soguita. Renegaba y volvía su hacha habitual. Este hombre que viene a detenerse en su tarea y quedarse mirando. Parecía descansar pero hoy, yo creo que estaba pidiendo disculpas a sus víctimas. Trufik vivía en una choza que se había construido en un terreno que papá le había regalado, al fondo de la isla. Mamá no lo quería porque cuando venía a hacer las compras a la lancha almacenera, en el muelle de La Sirena, una nube de mosquitos lo acompañaba a él y a sus perros .Era un ruso convertido en isleño que pasaba días y días sin hablar más que con sus perros que estoy seguro que hubieran querido contestarle porque lo amaban con esa fidelidad conmovedora que sólo los perros tienen.
Un día de invierno, otro peón encontró muerto a Trufik, rodeado por sus perros, que aullaban por él y de hambre, sin duda. La prefectura del dique Luján cercano, vino a llevarse el cadáver. Los perros, ladrando, lo siguieron hasta el muelle y cuando la lancha partió se tiraron al agua, siguiendo a Trufik muerto, hasta quedar exhaustos
Sentarse en el muelle de La Sirena, a cualquier hora, era un placer. Cuando el sol que entraba en mi dormitorio o los zorzales, con su canto, me despertaban temprano, todavía la bruma navegaba por el rio, hasta que el sol le ganaba y despejaba el curso, dejando libre el paraíso de verdor que eran sus costas. Disfrutaba de esos momentos al borde del rio, escuchando el rumor del agua, mirando pasar las chatas, unas barcazas gordas, pesadas y semi sumergidas hasta su línea de flotación, por su carga de frutas o maderas. Siempre estaban un poco despintadas, con despreocupación, con el sonido monótono de sus motores de dos tiempos, luchando contra la corriente cuando iban aguas arriba o ligeras y joviales, yendo aguas abajo. Los juncos de las orillas se mecían lánguidos, suavemente, cuando las olas los alcanzaban. Formaban una masa de varas verdes, flexibles, que el agua sacudía hasta que se aquietaba y los juncos volvían erguidos a su formalidad.
Si no nos ahuyentaban los mosquitos esperábamos en el muelle hasta el momento en que caía la tarde y se hacía penumbra. Las nubes rodaban en el cielo, se dibujaban las sombras de los árboles y empezaban a brillar las estrellas, mientras los pájaros buscaban rama para pasar la noche. No teníamos iluminación eléctrica. Algunas noches nos plateaba la luz de la luna.
Una tarde estaba tratando de arrancar el motor que operaba la bomba de agua y no encendía. Saqué la bujía, la limpié y la volví a su lugar. Seguramente no la apreté lo suficiente y cuando arranqué el motor se soltó disparada como una bala. Me rozó la oreja y me quedé quieto y mudo, pensando de lo que me había salvado. Fue otra de las veces que no me morí.
Mamá y papá eran enamorados de los sauces, principalmente el sauce llorón, tan triste, con sus ramas que cuelgan lánguidas y perezosas. Los árboles son símbolo de eternidad .Dicen que la civilización comenzó con los árboles y el día que el hombre corte el último árbol la civilización acabará. El sauce llorón es el poeta de los árboles y símbolo de pureza. Es el más romántico y melancólico. Son árboles muy antiguos y tienen historia porque dicen que Jesús en su Vía Crucis, fue azotado con varas de sauce, antes de ser crucificado y esto le causó tanta pena al sauce que dejó colgar sus ramas, convirtiéndose así en un sauce llorón.
Siempre temíamos que las chicas, que aún no sabían nadar, se acercaran al río, profundo y con fuerte correntada. Nunca olvidaré el día que de pronto vi a la pequeña Normita en el muelle, inclinada, mirando el agua. Creo que no corrí, sino volé y en tres saltos estaba rescatándola del peligro que ella ni había advertido. Desde ese día, cuando no podíamos estar al lado de ellas, especialmente de Normita que era la más traviesa, la atábamos con una cuerda larga, para que pudiera movilizarse, pero no acercarse al río.
Norma estaba tan entusiasmada con la huerta y los frutales que llegó a inscribirse en un curso de poda en el Jardín Botánico de Buenos Aires y después, ante el escepticismo de los caseros, lo puso en práctica, sobre todo con los ciruelos. Los ciruelos eran una alegría de la primavera porque eran los primeros en florecer. También las etéreas glicinas florecían en octubre, pero su vida efímera era de menos de un mes.









Mi primera lancha se llamó “Sirenita”. Era blanca y celeste, de unos 12 píes de eslora y con un motor fuera de borda, de 55 hp. Años después, la segunda y última lancha, color naranja, era un modelo “Dorado V”, del astillero Regnícoli, con 16 de eslora y un fuera de borda de 125 hp. La llamé “Sirena” como la casa. Todos los viernes al atardecer nos íbamos en el auto hasta la guardería, en el Tigre y en unos 18 minutos de lancha; llegábamos a La Sirena. Pasábamos en la isla tres noches y dos días completos y el lunes, bien temprano, regresábamos al Tigre y por la carretera Panamericana en menos de una hora estábamos en casa, en Palermo. A las 9.30 ya estaba en mi oficina de Canal 13. Era la combinación perfecta, en una época muy feliz, con las chicas aún siempre con nosotros y con muchos amigos que nos acompañaban.
Casi todos los fines de semana teníamos invitados, familia y muchos amigos, de la televisión o de la política. Dicen que los amigos se cuentan con los dedos pero yo siempre tuve más amigos que dedos. Enrique hacía el asado que yo controlaba y me ayudaba a servir. Norma, con ayuda de sus amigas Cacha o Tota, se encargaba de las ensaladas y los postres. Nuestros asados ya eran tan habituales que muchas veces atracaba Goar Mestre, mi jefe, dueño de Proartel, con su crucero, o amigos de las chicas con sus lanchas u otros que llegaban en las lanchas de pasajeros, sin aviso, pero contribuían con carne, chorizos y vino y se sumaban a los alegres almuerzos. En una sobremesa Goar Mestre les dio consejos a las chicas sobre el amor. Les dijo que sus componentes principales eran: la atracción, la admiración y el respeto y que cuidaran que no faltara ninguno de ellos cuando se enamoraran. Un domingo, llegamos a ser treinta y seis. Pero éramos felices. También al Dr. Arturo Frondizi, después de ser presidente, le encantaba venir a La Sirena, en días de semana, en el barco de su fiel secretario de toda la vida, Tito González y caminar en silencio por los senderos de la isla. Querido don Arturo, seguro que tenía tanto para meditar!
Un domingo al mediodía, en que el agua estaba muy alta, se arrimó a la estacada de la costa una reluciente lancha Crist Craft, tripulada por un chófer y un joven buen mozo. Era Jóse Criado Pérez, festejante de Normita que venía a buscarla para un paseo. Normita se subió y se fue. Ese día nos dimos cuenta que ya empezábamos a perderla. Poco tiempo después Criado Perez se fue a vivir a España con sus padres. Normita lloró desconsoladamente ese amor de los quince años y yo la consolé dándole ánimos al borde de su cama, como mamá me había consolado cuando yo también lloraba la ausencia de mi primer amor.
Atrás de la casa había un árbol de Kaki, muy grande y cerca, un hermoso Liquidambar. En otoño ambos se despojaban de sus hojas doradas que formaban un colchón, hasta que el que el viento las arrastraba y hacía bailar, como si tuvieran vida.
En otoño también maduraban las frutas de los dos grandes Pecanes en medio del parque. El Pecan es primo del Nogal y da unos frutos, ovalados como huevitos, con un gusto muy parecido al de la nuez. Con las chicas, nos gustaba sacudir sus ramas, ayudados por una caña alta, para hacer caer los frutos que guardábamos el tiempo necesario para su maduración final. A la sombra de uno de esos Pecanes, un día, acompañado por Andrea y mi amigo Francisco Mangone, deposité las cenizas de los tres seres queridos que se me habían ido: papá, mamá y mi hermano.
El muelle de La Sirena también fue testigo de mi juvenil aprendizaje oratorio y de mis recitados. Me inspiraba la soledad y el silencio sobre el rio. La poesía gauchesca me apasionaba, me imaginaba galopando por la pampa y parando a descansar a la sombra de algún ombú. Me atraía la poesía culta de Rafael Obligado y memorizaba sus versos tan descriptivos:
“Cuando la tarde se inclina,
sollozando al occidente,
corre una sombra doliente
sobre la pampa argentina,
y cuando el sol ilumina,
con luz brillante y serena,
del ancho campo la escena,
la melancólica sombra
huye besando su alfombra
con el afán de la pena.”

Me subyugaban el ritmo y la cadencia de las poesías.
La familia Mangone cuidaba La Sirena con mucho cariño. Ellos también se habían enamorado de ese lugar de paz. Francisco que era arquitecto tenía una empresa de construcción y una vez por año llevaba gente y hacían en varios días las tareas de mantenimiento   necesarias.   Muchas veces   Francisco me  había  ofrecido  comprar  la
propiedad y yo me negaba. Pero llegó un momento con nosotros viviendo parte del año en USA y parte en Punta del Este que se nos hacía difícil hasta encontrar tiempo para una visita fugaz y un asadito apurado. Ni María desde Chicago ni Andrea en Buenos Aires podían ocuparse. Mi sueño de que La Sirena fuera pasando como propiedad familiar a sucesivas generaciones no podía realizarse. Le vendí La Sirena a Mangone. Iba a quedar en manos amigas y sensibles a su belleza. Fué un duelo. No quise despedirme de mis árboles amados. Eran como mis hijos. Los había plantado con papá. Los había ayudado a crecer hasta la adultez soberbia que lucían. No los olvido. Algún día volveré a La Sirena y los abrazaré uno por uno, explicándole que las circunstancias me obligaron a apartarme pero que los llevo siempre en mi corazón, testigos de amores y travesuras, como parte importante de mi vida.
Yo visitaba a mamá y papá en la casa de Olivos lo más que podía. Una mañana estábamos conversando con mamá en el comedor mientras papá se afeitaba en el baño cuando sentimos un fuerte ruido y lo vimos caído en el suelo, con sangre saliéndole de un oído; eso tal vez lo salvó de un derrame interno. Saqué fuerzas para llevarlo en brazos hasta la puerta de calle donde mamá ya había llamado un taxi. Me quedé con él tres días en el hospital de Vicente López y cuando salimos papá no se acordaba de nada.

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