Mi refugio

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Alborada

miércoles, 2 de noviembre de 2011

LA CONSCRIPCION


LA CONSCRIPCION


Como estudiante pedí hacer la conscripción un año adelantado, a los 19 y me llamaron de la Escuela de Comunicaciones, en Campo de Mayo. Tal vez fue una premonición ya que luego, gran parte de mi vida tuvo que ver con las comunicaciones. En la Argentina había servicio militar obligatorio, pero los estudiantes teníamos la opción de hacerlo un año antes o dos años después de cumplir los veinte años. Yo cumplí esa obligación adelantada y por tres meses. De entrada me rapó a cero un soldado peluquero, dejándome apenas un jopo. Cuando me miré el espejo quedé desolado. Nos entregaron la ropa de fajina. Nos despertaba un toque de diana a las cinco de la mañana, fuera invierno o verano. Nos daban breves minutos para asearnos; rapidísimo teníamos que estar vestidos y formados. Teníamos un jarro de latón en el que nos servía un mate cocido con leche al que sumábamos un pancito. Después empezaba lo que se llama “orden cerrado” en el campo de la Escuela. Se repetían los saltos de rana, las sentadillas y las carreras. Para los ensayos de marcha teníamos que calzarnos unos pesados zapatones clavando el taco a cada paso. Yo era fuerte y aguantaba bien las exigencias de los suboficiales, y a veces el cuerpo me decía basta, pero no le hacía caso, y continuaba hasta el agotamiento que, generalmente, coincidía con el fin de los ejercicios.
La conscripción no fue una experiencia agradable, aunque reconozco que a muchos jóvenes los ayudaba mucho en su formación y educación. Vi soldados que usaban cubiertos para comer por primera vez y otros que nunca habían usado un cepillo de dientes. Los soldados o los aspirantes, como se nos llamaba a los estudiantes, adquirían buenos hábitos de higiene, orden y gimnasia. Aprendimos a hacernos las camas, tener la ropa prolijamente ordenada y a soportar las duchas de agua fría. A veces nos hacían hacer tareas tontas como barrer y juntar hojas o pintar con cal paredes que no lo necesitaban. Se me ocurrió un chiste que empezó a correr con temor de que llegara a oídos de los suboficiales. Decía que en el ejército todo lo que se mueve se saluda y lo que no se mueve se pinta. Con un compañero, nos comportábamos mal para que, como castigo, nos mandaran a lavar la “morocha” al cercano río Las Conchas. La morocha era una enorme olla en la que se cocinaban los guisos que casi todos los días comíamos. Con el barro de la orilla del río, le quitábamos la grasitud y después le dábamos una buena lavada y enjuague. Esa escapada nos daba ocasión para fumar un cigarrillo, tranquilos, mirando correr el agua, sin que ningún cabo o sargento nos gritara. Soy partidario del servicio militar obligatorio. Suprimirlo fue un error del ex presidente Ménem.

LOS ARBOLES Y LA MUSICA


Terminado el servicio militar, empezamos con papá a plantar árboles en el parque de La Sirena: pinos, araucarias, magnolias, robles, nogales, casuarinas, eucaliptos y otros. Detrás del parque hicimos una plantación de frutales, que pronto nos dieron sus ricos frutos. Teníamos ciruelos, manzanos y muchos cítricos que se adaptaban muy bien al suelo acido de las tierras del Delta. Y al final del parque que circundaba la casa, plantamos un pequeño bosque de cipreses calvos, o taxodium distichum, las únicas coníferas que pierden sus hojas en invierno y que, en otoño, toman hermosos colores dorados. Plantamos dos araucarias imbricata, al frente, a cada lado del camino de entrada a la casa. Eran del grosor de un dedo y hoy, se necesitan tres hombres para poder abrazarlas. No era recomendable descansar a su sombra, porque producían unas piñas de más de un kilo, cada una, que caían sin aviso. Dentro, contenían unas semillas del tamaño de un dátil y Norma las cocinaba, con jugo de naranja, como las habíamos comido en el restaurante de la Isla Victoria, sobre el Lago Nahuel Huapi, en Bariloche.
En la costa del frente, sobre el Canal Arias y en el borde los arroyos Malo y Volcán papá hizo plantar casuarinas, también llamadas pino australiano o árbol de la tristeza. Hoy, algunos tienen más de veinte metros de altura y en sus ramas albergan las hermosas glicinas de ramos azules o los delicados claveles del aire que penden, lánguidos como pájaros mudos. Las casuarinas son muy útiles porque sus raíces forman una pared sólida que defiende la tierra de la costa de la incansable erosión del agua. De la mano de papá y su experiencia comenzó mi atracción por los árboles y las flores. Muchos años después, nuestra hija María heredó ese amor que la llevó a dedicarse apasionadamente a la arquitectura paisajística.
Cuando Oskar Dignoes estuvo en La Sirena le regalé un clavel del aire que se lo llevó a su piso de Madrid. Tardó dos años en aclimatarse a la diferencia estacional en España y al fin, para alborozo de Oskar, volvió a florecer.
 En la isla había armado un equipo de música con un tocadiscos de la época y le había incorporado dos parlantes que irradiaban hacia el jardín. Era admirador de Chopin que fue la primera música clásica que me entusiasmó. Escuchaba los estudios, las polonesas y sus melancólicos nocturnos. Ahora se está recordando el centenario del nacimiento del genial compositor polaco. El estudio opus 10 número 3, llamado “Tristeza” me emocionaba y lo había escuchado tanto que casi sabía sus notas de memoria. Estudié piano por algunos meses con Gladys, hija de una amiga de mamá. Era un morocha, bonita y atractiva que me gustaba y me distraía del piano. No recuerdo muy bien si las clases se interrumpieron porque yo no tuve la voluntad necesaria para afrontar las horas de práctica con los fatigosos estudios del Czerny o ella se cansó de mi acoso. Fue un disgusto para papá que había hecho el esfuerzo de comprarme un piano. También es cierto que después de escuchar Chopin en interpretaciones de un Claudio Arrau o de Malcuzinsky pensé que no tenía sentido perder tiempo en aprender una técnica que en mi nunca llegaría a ser un arte. Mal tocaba la primera parte de “Para Elisa” de Beethoven. Y ahí nos rendimos, profesora y alumno inquieto.
 Papá tenía dichos que no se si los inventaba o los había leído. Por ejemplo: “El que sabe, sabe y el que no sabe es jefe “o “Tiernito, como chicharrón de pescado” o “ El que se quemó con leche, ve una vaca y llora”, o repetía los dichos del astuto viejo Vizcacha, personaje del Martin Fierro de José Hernández, como “Al que nace barrigón es al ñudo que lo fajen”. Bien aplicados, la gente los festejaba.

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El muelle de La Sirena en un día de creciente.

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Andrea y Normita en La Sirena, 1968       Esquiando en el canal Arias
En La Sirena, invitaba a los amigos y especialmente a las amigas, a caminar por senderos silvestres, hasta donde estaba el cementerio de los indios, de cientos de años atrás, descubierto e identificado por los paleontólogos del Museo de Ciencias Naturales de La Plata. Se cree que los grupos indígenas Guaraníes y los Chaná son los que habitaban la zona. En ese museo está expuesta una canoa india hecha con un tronco de árbol ahuecado, con mención de La Sirena, que entonces se llamaba quinta Trujillo, por su dueño.
Norma y nuestras Normita y Andrea eran felices en esa quinta. Con Norma hacíamos la huerta, carpiendo la tierra y eligiendo los albardones que son los lugares altos, donde no llegaba la creciente y donde las hortalizas pudieran recibir sus necesarias seis horas de sol. Luchábamos para que los caseros, durante la semana, regaran nuestros almácigos. Todo estaba compensado por el placer de comer en el fin de semana una lechuga o un tomate recién cortado,.
Cuando salí de la conscripción, aunque seguía estudiando, entré a trabajar en la aduana, donde papá pidió mi empleo al director general de aduanas con quien había sido compañero de trabajo. Estaba en la oficina de personal, pero para ganar extras hacía servicios de guarda de aduana en los barcos de carga del puerto. A veces, de doce de la noche a seis de la mañana.
Papá no había terminado la escuela primaria y, desde luego, tampoco la secundaria porque debió trabajar duro desde niño, pero fue un autodidacta. Fue un gran lector. Hizo importante carrera en la aduana y dejó escritos los dos primeros libros que se escribieron en la Argentina sobre el tema. Fueron “Manual del Resguardo” y “Vademécum de la Alcaldía”. Un ejemplar de cada uno, junto a la máquina con la cual papá los escribió, tienen lugar en la biblioteca de María, en su casa de Aspen, Colorado, en USA.
Papá marcaba, subrayaba y comentaba los libros en sus márgenes, mamá y yo también, pero yo ya lo hacía con los marcadores de colores y mi favorito amarillo. Papá tenía una linda letra, pequeña, pareja y muy legible con la que escribió sus memorias.
Mi época estudiantil no estuvo acompañada por muchas fiestas o salidas ruidosas. Bailábamos en el club después de las horas del tenis. A veces compañeras de la facultad organizaban reuniones en sus casas, pero nunca eran a las horas que se acostumbran hoy. Nuestro objetivo tampoco era emborracharnos sino divertirnos sanamente. Respetábamos a las chicas y ni se nos pasaba por la cabeza la idea de hacerle el amor a una chica de familia.

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