Mi refugio

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Alborada

miércoles, 9 de marzo de 2011

OLIVOS

Llegó el momento de empezar el colegio secundario. Mamá había intentado hacerme ingresar como cadete en el Liceo Naval, pero por culpa de un décimo menos de visión en el ojo izquierdo, solamente me admitían como cadete del cuerpo de ingenieros y como las matemáticas no eran mi fuerte, desistimos. En esa época vivíamos en Olivos, partido de Vicente López que limita con la Capital Federal. Me inscribí en el Colegio Nacional de San Isidro, un tradicional colegio de la zona      
Todas las mañanas, en la esquina de casa, subía a un colectivo de la línea 60, que aun existe y que me dejaba a tres cuadras del colegio. Más tarde, estando ya en la Facultad de Derecho, cuando mi militancia en la dirigencia estudiantil me entretenía hasta muy tarde, cansado, me dormía en el viaje y despertaba en la terminal del Tigre. Viajaba media hora de más y otro tanto para volver. A la madrugada siempre me tomaba un café de despedida, con los amigos, en la esquina de Pueyredón y Las Heras. No me quitaba el sueño, como suele pasarme ahora.
Un compañero de clase, vecino de Olivos, me invitó a ir a su club. A unas veinte cuadras de casa. Era el Olivos Rugby Club. Presencié un entrenamiento, me entusiasmé y a los pocos días estaba jugando en la quinta división. Como no era de cuerpo grande, aunque fuerte, me pusieron de hooker, donde me colgaba de los hombros de los dos pilares. Un día el hooker del equipo contrario me pegó un rodillazo en la frente, que me dejó un rato desmayado. Fué sin intención, porque el rugby en esa época mía era de total nobleza, no se concebía la mala intención. Jugué en varias posiciones, inclusive de forward libre, en lo que se llamaba la formación africana. Tuve varios golpes más, pero ninguno grave. Fue una buena experiencia de equipo y vivimos una linda amistad. En el Olivos Rugby Club conocí Carlos Arana, un directivo del club y también dirigente del sector intransigente en el comité de la Unión Cívica Radical de Vicente López. De su mano me incorporé al comité de la juventud donde al poco tiempo fui secretario general. Fuimos amigos muchos años. Para todos era Carlitos, un vecino querido del barrio de Olivos, siempre listo para dar una mano a quien lo necesitara.
Mamá cultivaba un jardín donde ejercitaba sus habilidades. Ella no era de salir, amaba su casa y sus plantas; tenía dos árboles de palta que después de diez años habían comenzado a producir grandes frutos, que nunca alcanzábamos a comer y mamá regalaba a los vecinos. También tenía un limonero que dio sus frutos por muchos años y cuando enfermó y hubo que cortarlo, mamá le escribió un sentido verso de despedida que guardo con amor. Mamá era inteligente. Si en lugar de las alejadas islas hubiera vivido en un lugar con acceso a la educación tal vez hubiera sido algo más que buena esposa, buena madre y eficiente ama de casa como lo fue. Dentro de sus muchas tareas, era bastante lectora y le gustaba decirme cosas lindas. Opinaba sobre el amor y un día, allá por mis veinte años me dijo: -“El amor nace con una sonrisa, crece con un beso y acaba con una lágrima” nunca olvide sus palabras. Le encantaban los higos. Su infancia en la isla tuvo varias higueras de frutos negros, color borra vino o verdes dorados, con gota de miel. Una mañana desperté con un verso de la exquisita poeta uruguaya Juana de Ibarburu sobre mi mesa de luz: “La Higuera” Ella lo había copiado con paciencia para mí.




La Higuera

Porque es áspera y fea,
Porque todas sus ramas son grises,
yo le tengo piedad a la higuera.
en mi quinta hay cien arboles bellos,
Ciruelos redondos, limoneros rectos
Y naranjos de brotes lustrosos.

En las primaveras
 todos ellos se cubren de flores
entorno a la higuera
y la pobre parece tan triste
con sus gajos torcidos, que nunca
 de apretados capullos se visten.

Por eso, cada vez que paso a su lado
digo, procurando hacer dulce y
alegre mi acento:
es la higuera el más bello
de los arboles todos del huerto.

Si ella escucha, si comprende el
idioma en que hablo
¡Qué dulzura tan honda hará sido
en su alma sensible de árbol.
y tal vez, a la noche,
cuando el viento abanique su copa,
embriagada de gozo le cuente:
hoy a mí, me dijeron hermosa!

Gobernaba el país el partido conservador. El presidente Roberto Ortiz, con quién papá simpatizaba y para quién había trabajado en las elecciones enfermó, renunció y lo sucedió Ramón Castillo, conservador. En la provincia de Buenos Aires, gracias al fraude, gobernaba Fresco, con el lema “Dios, Patria y Familia” Las fechas patrias del 25 de mayo y 9 de julio eran motivo de concentraciones escolares, actos, discursos y la misa. Precisamente en una misa en el pueblo de San Miguel, cabecera de Bella Vista, donde estaba mi colegio, viví un hecho desagradable. La maestra me retó y castigó, acusándome de estar conversando y riendo durante la celebración. No había sido yo, sino un chico a mi lado, al que, desde luego, no delaté. Fue mi primer encuentro con la injusticia. Hoy hay nostalgia por esas épocas en que alguien llamó la década infame pero cuando la honradez era la norma y la corrupción la excepción. El Doctor Ramón Castillo riojano, subió pobre a la presidencia de la república y aún más pobre la dejó. Tiempo después otro presidente riojano no siguió su ejemplo.
El colegio secundario comprendía cinco años y teníamos cuatro cursos de inglés, tres de francés y uno de italiano. Me encantaban los idiomas, historia, geografía, castellano y literatura. No era el mejor alumno, pero si estaba siempre entre los primeros. Era bueno en ejercicios físicos y remaba en el bote de cuatro remos largos con el que salimos segundos en las regatas intercolegiales de 1939. Nos entrenábamos en el rio Lujan, en el Tigre, con botes del Rowing Club Argentino, de 6 a 7 de la mañana, que en invierno aún era noche y a las 8 entrábamos al colegio.
En la quinta del Tigre me gustaba manejar un hacha grande y pesada que papá me había enseñado a usar. Caminando por el borde una zanja, resbalé y el hacha que llevaba al hombro se deslizó y clavó su punta más aguda, en el costado izquierdo de mi nunca. Salía sangre a borbotones. Corrí a la casa donde sólo estaba mamá. Era domingo, pero conseguimos que un amable vecino nos llevara con su lancha a la ciudad, a toda velocidad. En el hospital de Tigre no nos pudieron atender, mamá se enojó y seguimos en el taxi al hospital de Vicente López., En medio de su angustia mamá me daba ánimos y yo apretaba el pañuelo contra la herida tratando de parar la sangre. Me cosieron con varios puntos y me vendaron muy bien. El médico me dijo que tuve suerte porque el corte fue muy cerca de la vena cava que podría haber sido mortal. Dios me protegió porque seguramente sabía que yo tenía por delante, algunas cosas que hacer. Al día siguiente, bien vendado, pude ir al colegio.
Era el comienzo de la segunda guerra mundial. En los recreos nos peleábamos los partidarios de los aliados con los simpatizantes del eje Alemania-Italia. La caída de Paris en manos de los aliados que la liberaron fue una fiesta inolvidable. Buenos Aires reía y lloraba de emoción. De esa época recuerdo una frase de Churchill al que admirábamos: “Nunca en el campo de los conflictos humanos tantos le debieron tanto a tan pocos”. Con el paso del tiempo refirmé mi idea de que Churchill fue el hombre más extraordinario del siglo.”
En el quinto y último año me descarrié y falté a clase muchas veces, especialmente en primavera, para irme con otros compañeros a nadar o a pescar en la costa del rio, así que, por ausencias, quedé como alumno libre. Mama me protegía y siempre cubrió mis faltas porque papá era bastante severo. Para terminar el bachillerato logré entrar a un famoso colegio de curas, el Carmen Arriola de Marín, también en San Isidro. Aprobé todos los exámenes, menos italiano, porque la profesora me castigó por mirarle las piernas insistentemente. Era joven y linda y yo ya tenía buen gusto y las hormonas hirviendo. Me preparé bien durante el verano y en marzo y ella misma me aprobó con nota sobresaliente. Me recibí de bachiller, con un buen promedio de calificaciones.
Un arquitecto vecino me ofreció trabajo en su estudio, a dos cuadras de casa. Cuando pasó el primer mes y no me había pagado mamá me acompañó para reclamarle. El arquitecto fue a su dormitorio y trajo un blazer azul, usado, y me lo dio como pago. Mamá se disgustó mucho y no volví a trabajar para el arquitecto. Sin embargo a esos días que me dejaban muchas horas libres en el estudio del arquitecto, les debo haber leído los varios tomos de “Juan Cristóbal”, de Romain Rolland que encontré, empolvados, en un estante. Fue una lectura apasionante de esos años jóvenes.
Mamá había construido, al frente de la casa de Olivos, una pequeña despensa “Delicity” que ella misma atendía. Cuando yo regresaba del colegio nacional, después de almorzar, salía con mis doce años y una canasta bajo el brazo, a entregar los pedidos en el barrio. Lo hacía con buen humor y alegría, contento de ayudar a mamá.
Había terminado el secundario, no sabía qué carrera estudiar, no tenía vocación definida y mis padres me apuraban. Aun usaba pantalones cortos, pero me ponía unos largos blancos, para poder entrar al café de la esquina de mi barrio, y jugar al billar con los amigos. Jugaba bien y a veces con los mayores. Uno de ellos era policía retirado, guarda espalda del intendente conservador de Vicente López, Roberto Uzal y cuando había elecciones me llevaba en su auto a repartir empanadas a los fiscales del partido.
Yo era un poco piropeador en esos años en que valía la originalidad y no la grosería. Siempre me ganaba una sonrisa, cuando les decía:”- ¿Te lastimaste cuando te caíste del cielo?”
La primera vez que fui a un baile acompañando a mis primos de la isla fue al Club Tigre. Tocaba la orquesta de Francisco Canaro y al piano estaba un joven de jopo que se llamaba Mariano Mores. Era la época de las típicas y el jazz. Había también una orquesta de moda, muy divertida, que llamaban “característica” y que dirigía Feliciano Brunelli. Su tema de más éxito era “Barrilito”: Barrilito lleno de licor”… Las orquestas tenían público que bailaba y público que se paraba frente al escenario a escuchar, especialmente cuando actuaban las orquestas típicas con sus cantores. Era la la década de los cuarenta y cincuenta, época de los Fiorentino[1], Marino[2], Castillo,[3] Rivero[4], Vargas[5] y otros. Eran como héroes, admirados y aplaudidos. Los mediodías de la radio eran dominados por el “Glostora Tango Club” en radio El Mundo, donde cada día actuaban diferentes orquestas típicas Con suerte, se conseguía entrada para presenciar la actuación en el “auditorio”.
Un compañero se había anotado en la carrera de odontología y casi lo sigo. Yo, dentista? Con todo respeto por estos profesionales, me da risa. Nada que ver conmigo. Otro amigo, el gordo Gonzáles Zaín se había inscripto en derecho. Y como a mí me gustaba la política y todo lo que fuera humanidades, allí fui.
Aprobé las cuatro materias del examen de ingreso a la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Un imponente edificio gótico en la avenida Las Heras, casi Pueyrredón. Era obligatorio usar saco y corbata. Concurríamos a las clases y después estudiábamos en la hermosa biblioteca, en un silencio casi religioso, custodiados por los bedeles. Tuve recordados profesores de renombre internacional .Brillantes intelectuales como Lucio Moreno Quinta, derecho internacional público; Matías Sánchez Sorondo, Derecho Constitucional; William D. Cook y Carlos Moyano Llerena, Economía Política; Rafael Bielsa, Derecho Administrativo. A Cook, ideólogo peronista, recuerdo que le descubrimos una pequeña trampita. Resulta que fumaba dando la clase, pero un día dejo el atado olvidado en el escritorio y vimos que dentro del atado de los baratos “Arizona” tenía los caros “Lucky Strike”. Nos reímos sin maldad, porque todavía éramos ingenuos para criticar ese disimulo populista. Bielsa era admirable. Recuerdo: sus lecciones “Las costumbres son fuente de derecho, pero las malas costumbres no pueden ser fuente de derecho”. Se aplica hoy, no?
 En la facultad conocí a quien sería mi más querido e inolvidable amigo de la juventud Federico Paz Anchorena. Teníamos dos lindas amigas que vivían en un departamento, sobre la Avenida Las Heras, justo enfrente del aula de primer año de la facultad. Desde la ventana del segundo piso veíamos quien estaba danto examen y como teníamos la lista sabíamos cuando faltaba poco para que nos llamaran. Nos divertíamos pero teníamos todo bajo control. Inolvidable querido Freddy ¡


[1] Francisco Fiorentino, cantor de Aníbal Troilo.
[2] Alberto Marino, La Voz de Oro del Tango, con Aníbal Troilo
[3] Alberto Castillo, una voz diferente con cadencia rea.
[4] Edmundo Rivero, guitarrista, compositor y cantante con Troilo y otros.
[5] Angel Vargas, típico cantor de orquesta, con Angel DAgostino.

1 comentario:

  1. Mario, estoy en el listado de tus seguidores. Trata de comunicarte conmigo, Juan José Raggio

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