Mi refugio

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Alborada

miércoles, 9 de marzo de 2011

Ramos Mejía




Mi padre era muy inquieto y nos mudamos varias veces o por exigencias de su trabajo o por gusto nada más. Empecé el colegio primario en el pueblo de Ramos Mejía. Vivíamos en una gran casona, Villa Ada, que papá había alquilado para alojar también allí a su hermano Juan que pasaba por una mala situación económica, con su señora Lola y sus cinco hijos y también a los hermanos solteros, Rosa, Flora y Raúl. Era una gran familia Seoane mantenida por la generosidad de papá.
Estaba haciendo un deber que me había ordenado papá. Tenía que copiar un cuento del libro “Corazón” de Edmundo de Amicis. Era para practicar y mejorar mi letra. Mamá escuchaba la radio y de pronto empezó a llorar: En Colombia, en un accidente de aviación, en la ciudad de Medellin, había muerto Carlos Gardel.
La abuela María también vivía con nosotros. Se preparaba una gran sartén de ajíes picantes fritos que nunca me animé a probar. Años después la abuela murió por un ataque de alta presión.
Había una sola cocina en Villa Ada y aunque era grande, las señoras debían turnarse para cocinar lo que mamá soportaba con poca paciencia.
Villa Ada, en Ramos Mejía, estaba sobre una avenida ancha, de tierra, que cuando llovía se convertía en un lodazal. Mi tía Flora, hermana menor de papa, para ir a trabajar a la Florería Diharce de Buenos Aires, se calzaba unos zapatones viejos y llevaba los buenos en la mano hasta cruzar. Yo la acompañaba y regresaba con el par de embarrados. A la noche, cuando volvía, llamaba desde enfrente y allá iba yo a buscarla con los zapatones viejos.
Muy cerca, había una quinta de verduras y a la hora de la siesta, con mis primos, Jorge y Martha nos metíamos a buscar sandias maduras y jugosas que comíamos sin vergüenza.
Con los primos Juan Carlos y Jorge nos atrevíamos a subir hasta lo más alto de un molino de viento que servía para bombear agua para la casa y el riego. Subíamos por una angosta escalera de hierro, que a pesar que oscilaba, trepábamos sin problemas, pero lo bravo era bajar, porque siempre nos daba vértigo y temor. Desde abajo, la negra Octavia, una simpática empleada, nos daba ánimos.
En las escuelas de la provincia de Buenos Aires había que tener siete años para ingresar al primer grado, pero papa, convenció a la directora que me aceptara a los seis, con la condición de que cuando vinieran los inspectores yo tenía que quedarme en casa.
Me enamoré precozmente de una linda rubia, de largo pelo enrulado que se llamaba Alba. Para conquistarla le regalaba hojas de cuaderno y lápices de colores. Un día me invitó a su casa y yo le llevé una pequeña maceta con flores que le saque a mamá; después se la devolvieron. Jugábamos al doctor, debajo de la cama matrimonial y cuando la mamá nos descubría nos sacaba a escobazos.

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