Quinto y sexto grado los cursé en Bella Vista, hoy un distinguido pueblo residencial, que entonces era casi todo campo. Papá era Inspector de impuestos internos y tenía a su cargo el control de las fábricas de alcohol Mattaldi y la Bols que hacia la famosa ginebra del mismo nombre y otros licores. La ginebra venia en botellas de cerámica de barro, muy lindas y las buscábamos para llenarlas de agua caliente y calentar las camas en invierno.
En el campito de la fábrica Mattaldi, en Bella Vista tenía un ponny que ensillaba para ir al colegio. Cuando se me hacía tarde, sólo le ponía el freno y una bolsa encima del lomo y así lo montaba. En la esquina del colegio había un terreno baldío y justamente un palenque donde yo dejaba mi petizo atado con el cabresto. En los días de mal tiempo me llevaba al colegio la volanta de la fábrica que era un carruaje techado y tirado por dos caballos.
En la escuela nos daban un vaso de leche fría y un pancito, pero mamá siempre me preparaba un suplemento que era un sándwich de jamón y queso o un pan con una barra de chocolate “Aguila”.
Papa había estudiado ingles ayudado por una colección de discos y un gramófono. Con ellos empecé yo también pero después papa los dono al colegio para que fueran accesibles para todos y se convirtió el inglés en una materia mas, pero voluntaria.
Yo tenía ínfulas de cantor. Conseguía “El alma que canta” que publicaba las letras de canciones y me subía a la copa de una paraíso grande, detrás de la casa y desde allí intentaba cantar. Probaba con temas de Gardel, como “Guitarra, guitarra mía”, “El día que me quieras” y otros. Cuando me convencí que no lo hacía bien y que cantando no tenía futuro, abandoné.
La señorita Amalia que era mi maestra de quinto grado en Bella Vista me dijo un día que tenía que recitar un verso en la fiesta de fin de año porque mi voz era apropiada. Eligio un verso del poeta Belisario Roldan que se llamaba “Caballito Criollo”
Caballito criollo del galope corto,
del aliento largo y el instinto fiel,
caballito criollo que fue como un asta
para la bandera que anduvo sobre él!
¡Caballito criollo que de puro heroico
se alejó una tarde de bajo su ombú,
y en alas de extraños afanes de gloria
se trepó a los Andes y se fue al Perú!
¡Se alzará algún día, caballito criollo,
sobre una eminencia un overo en pie;
y estará tallada su figura en bronce,
caballito criollo que pasó y se fue!
Letra: Belisario Roldán
Para ayudarnos con las tareas del colegio mamá nos compraba “Billiken” clásica publicación semanal, entretenida y didáctica que creó el gran uruguayo Constancio C. Vigil. Vigil había nacido en Rocha, Uruguay, y por razones políticas se trasladó con su familia a la Argentina. Creó recordadas revistas como Atlántida, que le dio nombre a su editorial y Mundo Argentino y Para Ti, que hasta hoy se edita. Por esas cosas del destino, muchos años después, en el tiempo en que yo trabajaba para Proartel y Canal 13, la editorial Atlántida se asoció a Proartel y Constancio Vigil, sobrino nieto del fundador, representaba a la editorial en la empresa de televisión, por lo que nuestra relación era casi diaria.
En el colegio primario, en Bella Vista, nos enseñaban a ahorrar. Comprábamos en el correo unos cuadernillos que la maestra llenaba de estampillas con los pesos o monedas que nosotros llevábamos los lunes. No sé si entonces había inflación, pero no era una palabra conocida. En las tardes íbamos a un campo de polo vecino, donde sacábamos a caminar a los caballos, lo que se llama “varear”. A cambio de ese trabajito, nos prestaban una bocha y unos tacos y aprendíamos a “taquear”. Una vez, corriendo tras la bocha con mucho entusiasmo, el petizo se me plantó de golpe contra la tabla que marca el borde del campo. Me tomó desprevenido y caí, pasando sobre la cabeza y aterrizando, con mala suerte, con una pierna sobre el alambre de púa del cerco. No me hice nada, excepto un pedacito del muslo que quedó sangrando, enganchado en el alambre. Vino un perro negro y de una lamida se lo comió. Yo era tan amigo del sol que no se me ocurrió nada mejor para curarme, que exponer la herida al sol. Mamá y papá estaban en la isla, y en la casa me acompañaba nuestra empleada correntina Elvira Cáceres, que no me advirtió el peligro. Cuando al otro día llegaron, yo ya tenía una línea colorada en el brazo que casi subía hasta el hombro. No me dolía; me dieron una fuerte inyección antitetánica porque el farmacéutico dijo que era “flor de infección”.
Elvira Cáceres me enseñó a armar la “aripuca” que en idioma guaraní quiere decir trampa para cazar pajaritos y que consistía en un cajón liviano con tapa de alambre fino, parado de un lado y sostenido por un palito. Al palito se ataba una piola y cuando abajo del cajón se juntaban los pajaritos comiendo el maíz molido que se ponía como señuelo, se tiraba de la soguita y el cajón caía sobre los pobres pájaros que quedaban aprisionados. Yo les golpeaba la cabecita y después los pelaba prolijamente, con agua caliente, sin dejarles ni un pelito como quería mamá. Y comíamos polenta con pajaritos.
La primera novela que leí fue “Los tres mosqueteros” y su continuación “Veinte años después “. Me deslumbraban sus hazañas en esa época romántica. Mi personaje preferido era Aramis. Cuando tenía alrededor de quince años descubrí a Herman Hesse. Primero leí “Demián” que me influyó mucho, luego creo que leí casi toda su obra: Siddhartha, Gertrudis, El Lobo Estepario, Narciso y Golmundo y El Juego de Abalorios. En todos ellos primaba la búsqueda de identidad y la experiencia mística. Otro libro muy sabio fue “El Arte de Vivir”, del chino Ling Yutang que me regalaron en un cumpleaños. Esos años de lectura se completaron con la intensidad de Marcel Proust en “En busca del tiempo perdido” que después, estando en París, con esfuerzo, releí en francés. Fueron lecturas importantes de mi adolescencia.
Mi asomo a la política fue un día en que íbamos con papá a alguna parte en el auto y vimos mucha gente en las calles. Le pregunté a papá que pasaba y me dijo que había una revolución y los militares habían derrocado al presidente Hipólito Yrigoyen. No imaginaba que años después Yrigoyen y la Unión Cívica Radical iban a ser, por mucho tiempo, una motivación en mi vida. Estábamos todos pasando unos días de vacaciones en la ciudad de Tandil, en casa de la familia Ges, españoles, dueños de la confitería “9 de Julio” de esa ciudad, cuando papá recibió un llamado telefónico, donde le anunciaban que había sido jubilado. Fue una sorpresa y un disgusto muy grande para papá, porque no sospechaba ese retiro anticipado y, además, la jubilación era menor que su sueldo de funcionario activo. Papá pensó que fue una venganza del director de aduanas, un señor Pinedo, con quien había tenido una discusión y que era abuelo del actual diputado Federico Pinedo del partido Pro.
Poco después, nos mudamos a una linda casa, en el barrio de Colegiales, con un amplio terreno y árboles frutales. Era un barrio familiar, muy tranquilo, pasaba un auto muy de cuando en cuando y por eso podíamos jugar a la pelota en la calle sin problemas. Como a mí me gustaba la gimnasia papa me instaló un trapecio donde yo ejercitaba piruetas, a veces arriesgadas, para desesperación de mamá. En esos días empecé a gustar del fútbol y me hice hincha del club Boca Juniors, al que le soy fiel hasta hoy. Era la época de los grandes jugadores de Boca, como Cherro que hizo más de doscientos goles para Boca, recién ahora superados por Palermo. Al fondo del terreno se construyó un departamento para un matrimonio de gallegos, muy queridos. El marido, José Beceiro, era agente de policía, de alta estatura. Papá decía que cuando José dirigía el tránsito, los autos pasaban por debajo de sus brazos abiertos. Ella, María, petiza y media gordita, ayudaba a mamá en las tareas de la casa y se ocupaba mucho de mi hermano Tito, siempre delicado de salud. Atrás de una foto de ellos mamá escribió: “Los Beceiro, fieles compañeros, en buenos o malos momentos; ejemplos de fidelidad como no hay otros.” Los Beceiro eran casi familia y nos acompañaron muchos años con devoción y cariño.
En los veranos íbamos en el auto a la playa de Miramar, por caminos de tierra que eran una aventura y un desafío. Pero papá era tan guapo y animoso que nada lo intimidaba y era muy hábil para manejar en las huellas. Cuantas veces algún paisano a caballo nos tironeó para sacarnos del barro donde estábamos empantanados. Papa siempre llevaba invitados, o era la Ñata, la mayor de mis primas o Eldera, la novia de mi tío Raúl, pero siempre había compañía para mamá.
En esa época, mamá aprendía a manejar el auto de papa, un viejo Rugby verde, modelo 1928, con capota de tela y ventanillas de mica. Manejando era un peligro, sin embargo, con audacia, se animaba dos veces por semana, a llevarme al Club Belgrano donde yo tomaba clases de natación con Candiotti, un gran deportista que había sido el primero en bajar nadando más de 300 kilómetros por el rio Paraná desde la ciudad de Rosario, en la provincia de Santa Fe, hasta el puerto de Buenos Aires. Después de la clase de natación subíamos al bar de la terraza y nos tomábamos una deliciosa naranja Bilz, con un sándwich de jamón crudo, en pan de Viena. Eran momentos siempre oportunos para comentar la clase y otros temas que a mamá le agradaba conversar .
Cuando tenía siete u ocho años, en la isla, hice una travesura que casi me cuesta la vida. En el dormitorio de papá y mamá, había un gran ropero, de esos que tienen un espejo de luna que cubre casi toda la puerta. Mamá y papá se habían ido enfrente, a casa de los Yacaruzo. Se me ocurrió probar un traguito de cada una de las botellas que papá tenía en el ropero. Después bajé y me dispuse a cruzar al Guayracá para ir al otro lado. Lo que recuerdo es que cuando bajé los escalones, resbalé y caí al agua. Quedé agarrado de una de las maderas, pero con el mareo que tenía no atinaba a salir. Me hundía lentamente, con los ojos abiertos al agua barrosa y me dejaba deslizar hacia abajo, suavemente, sin resistencia. En ese momento, alguien me agarró de los pelos y me sacó del agua. Era mi primo Juan Carlos que me había visto caer. Fue la primera vez que pude morir.
Casi todos los fines de semana, los pasábamos en la Alborada, con familia, amigos y los Beceiro. Cuando la marea estaba alta, bajaba nadando a favor de la corriente hasta la embocadura con el rio Luján que eran unos ochocientos metros y nos volvíamos caminando. Mi acompañante era Julia, una joven rubia, algo mayor que yo, hija del casero de la Alborada. La época del Guayracá fue la que más disfruté de mi hermano y de mis papás.
La casa estaba rodeada de árboles. Había un kaki que nos daba sus frutos dulcísimos que no a todos gustaban, pero que mamá y yo los devorábamos. Como los disfrutaba mamá! Había naranjos y mandarinos que en la época en que florecían los azahares nos envolvían con su perfume. Y una magnolia grandiflora, muy grande y alta, a la que yo me trepaba escondiéndome entre su denso follaje de hojas verde oscuras, sin responder cuando me llamaban. Eran travesuras, inocentes., pero que enojaban a mamá Nuncia.
Algunas noches claras papá nos invitaba a sentarnos en el muelle. Tenía una lata de aceite vacía, de esas de cinco litros y en ella encendía fuego con pasto seco y después le agregaba pasto verde para que hiciera más humo; la lata tenía varios agujeros y por el humo que salía se ahuyentaban los mosquitos. Papá cantaba algunas clásicas calzonetas napolitanas como “Torna a Sorrento”! o “Oh Sole mio”. .Decía que ““El que canta su mal espanta” o recitaba unos versos sentimentales del poeta uruguayo Elías Regules: “Pues bien, yo necesito/ decirte que te quiero/ decirte que te quiero con todo el corazón…….”
En el arroyo Guayracá, del lado de enfrente, seguía viviendo la familia de mamá. A la abuela Lucía, la recuerdo siempre vestida de negro y con una pollera larga. Tenía debajo de la cama una lata grande color anaranjado, de biscochos “Canale” y la abría cuando yo llegaba, para convidarme. No hablaba castellano, solo italiano, en su dialecto de la Calabria, en la baja Italia. Qué alegría y cuánta agitación tuvo el día que papá, para su cumpleaños, le regaló una radio a galena, que entonces recién aparecían. Se pasaba las horas escuchando la música o los sonidos que no entendía pero que la fascinaban. Para ella, todo era motivo de asombro.
En una casa más río arriba, por el arroyo, vivía la hermana mayor de mamá, con la cual, por razones que nunca supe, no nos veíamos ni nos hablábamos. Con la abuela Lucía vivía Juan, el hermano mayor de mamá, casado con la tía Nina. Esa tía, bien gorda y siempre sonriente, como casi todas las gordas, era muy simpática. Sus hijos eran mis primos Miguel y Armando que tocaban bastante bien el bandoneón. Eran autodidactas, porque en qué academia de música podrían haber estudiado en esa soledad de las islas? En las tardes de invierno, tomaban mate sentados en la amplia cocina, en torno al fuego, mientras los muchachos competían, sacándole melodías al instrumento.
Nunca tuve mucha intimidad con la abuela Lucia. Era flaca, muy seria, callada y retraída, tal vez pensando si había valido la pena la aventura de la emigración, dejando la montaña de su tierra natal para venir al sacrificio y el trabajo duro en las agrestes islas del delta. No me gustaba besar sus mejillas, arrugadas y oscurecidas por tantos soles. Cuándo enfermó, varias veces acompañé a mamá a visitarla en un sanatorio del Tigre, donde estaba internada. La abuela Lucía murió y mamá la lloró para adentro, silenciosamente.
Por esos mismos años, falleció la abuela María. Una mañana temprano papá fue al muelle a buscar agua y al levantar el balde vio reflejada en el agua la cara de su mamá. A la tarde, tío Juan, vino a buscarnos al Guayracá porque la abuela María había fallecido esa madrugada. Desde el reflejo en el agua, la abuela María se había despedido de papa.
Desde luego que no teníamos ni luz eléctrica y agua corriente de modo que nos iluminábamos con velas y con faroles a kerosene. Todavía no habían aparecido los faroles “Volcán” que encendían una gasa y daban una buena luz blanca. Mamá cocinaba en la cocina a leña o sobre un calentador “Primus”.
Mis padres me introdujeron en el amor a la naturaleza; en ella todo tenía valor y había que respetarla. Me enseñaron a disfrutar del canto de los pájaros y a paladear el sabor de las primeras ciruelas. Mamá tenía lo que se llama “dedos verdes”, todo lo que ella plantaba crecía bien. Decía que la tierra era buena amiga de la semilla y la ayudaba a germinar. Siempre me hablaba de la naturaleza, parecía que tenía nostalgia de aquella vida silvestre de su niñez isleña. Decía que la naturaleza cura y enferma. Que algunos tés de hojas curan y otros matan. Los venenos son una de las bases de la medicina alópata. La naturaleza no es algo exterior a nosotros, sino que somos naturaleza y sino la cuidamos y preservamos nos estaremos suicidando. Dicen que la civilización comenzó con los árboles y cuando se corte el último árbol, la civilización terminará. La naturaleza es nuestro único hábitat, no hay opción. Ahora se celebra el día de la tierra que más que un día de festejo debiera ser un día de reflexión para que comprendiéramos que todos podemos hacer algo para defenderla de tantas agresiones.
Papá hizo un convenio con la familia isleña de los Boria, que eran caseros de la quinta del Guayracá por el cual papá aportaba las plantas que ellos plantaban, cuidaban y cosechaban y el resultado de la comercialización era a medias. O sea, eran medieros.
Recuerdo las comidas sencillas de mamá, Sus zapallitos rellenos, sus ñoquis de sémola, el pollo casero saltado con salsa portuguesa, las compotas y su arroz con leche cubierto con chocolate rayado.
Nosotros íbamos los fines de semana en la lancha de pasajeros de la línea Delta que salía del muelle de Tigre, frente a la estación del tren y nos dejaba en un muelle en la esquina del rio Luján con el arroyo Guayracá, desde donde caminábamos unos mil metros por un sendero entre el pastizal, hasta la Alborada. Se fueron plantando varias hectáreas de ciruelos y manzanas de diferentes variedades. Mis favoritos eran las ciruelas Wilson, muy dulces, con forma de corazón y la Reina Claudia, amarilla y muy jugosa. Las manzanas Rome Beauty y Deliciosa y las modestas Cara Sucia, de corteza verde y un poco manchada, de ahí seguramente su nombre. Cada fin de semana, seguía el proceso de crecimiento y el color de todas las frutas. Esperábamos con ansias la época de su madurez y salir a buscar los primeros frutos era, cada año, una fascinante aventura. Los Boria también plantaban mimbre que, en su momento toda su familia ayudaba a pelar y descortezar. Era un ingreso extra a la espera de la cosecha de frutas.
Tengo el claro recuerdo del gran escritor Roberto Art, amigo de papá, tan largo como era, durmiendo la siesta en la “Alborada”, después del asado, a la sombra de un viejo peral. Años después, en Olivos, de la biblioteca de papá, leí “Los siete locos” que me deslumbró. Su hija Mirtha Art, se casó con Issay Klasse, aquel tan recordado y querido amigo de los años en la Facultad de Derecho y las luchas estudiantiles.
Tanto papá como mamá entendían los signos de los vientos: “vientos del este, agua como peste” y se cumplía, “es viento de agua” y llovía, “ya va a escampar” y efectivamente, al rato dejaba de llover. ¡Algunos dicen que la lluvia es aburrida, pero a mí siempre me encantó, es tan limpia y sana! Hay que ver las hojas de árboles y arbustos, bien verdes, brillantes, después de una lluvia; parecen más jóvenes y rozagantes, como si quisieran cantar. El olor a tierra mojada por la lluvia es olor a vida. Cuando para la lluvia, llega el silencio y la fragancia.
La lluvia es íntima y personal, siempre parece que llueve para uno. Cuántas noches en mi inolvidable “La Sirena” me dormía acunado por el sonido repiqueteante de la lluvia sobre el techo de chapas de zinc. La lluvia llovía para mí y yo dormía. Si en noches de tormenta algún trueno fuerte me despertaba, me ponía un abrigo y salía a la baranda a contemplar la furia de la naturaleza enojada y a veces, si ya era casi la madrugada, esperaba a que el primer rayo de sol se colara entre las nubes.
Juancito Gaddy, hermano menor de la rubia Julia, fue el amiguito humilde de mi niñez en el Guayracá. Había tenido un accidente que le dejo una pierna más corta y por eso rengueaba. Lo quise mucho y hasta hoy me reprocho haberme burlado alguna vez de su defecto. Los padres de Juancito eran italianos como tantos otros inmigrantes que poblaron las islas. Plantaban sauces y mimbres y tenían también frutales. María, la mama me regalaba huevos caseros de sus gallinas ponedoras que yo le llevaba a mama en la Alborada.
Con Juancito aprendí a saber si el rio bajaba o subía, aunque la corriente estuviera parada y no lo indicara. Era la sabiduría simple de los lugareños. También aprendí a pescar los sabrosos bagres y a distinguir su pique del de las engañosas bogas que mama no quería porque tenían muchas espinas.
Papa era un apasionado del delta y desde 1936 hasta 1964, fue presidente del Consejo Permanente de Productores Isleños. También fue presidente de la Asociación Amigos del Delta, de la Cooperativa Isleña y del club Delta Argentino. Era un activista, incansable trabajador social. Entusiasta admirador se los primeros grandes argentinos que se ocuparon del delta y vislumbraron su porvenir, como Domingo Faustino. Sarmiento con sus vigorosos escritos sobre el Carapachay y Marcos Sastre en su obra “El Tempe Argentino”, describieron con palabras imperecederas a esa región donde el creador volcó con tanta generosidad la belleza y la fertilidad, Papá tenía su propia definición de las islas. Decía que son una vasta llanura de ríos y sauces.
Mamá se preocupaba mucho por mi alimentación Tenía una exprimidora de mano, donde ponía un bife de carne y me daba a beber ese jugo; no me gustaba mucho pero, había que tomarlo. Otras mañanas, era una yema de huevo, batida con un vinito Marsala u otro amable. Y cada cambio de estación, me daba un horrible purgante de aceite de ricino, seguido de un jugo de naranja, para sacarme el mal gusto. La comidas que hacía mamá eran muy sencillas: el churrasquito con un top de manteca, ajo y perejil, las milanesas, los ravioles o tallarines caseros, ñoquis de sémola, zapallitos rellenos, algún suculento puchero invernal y el arroz con leche con chocolate rayado o frutas de postre. Sin duda que mamá cumplió muy bien su tarea gastronómica porque fui siempre sano y fuerte.
Cuando cumplí diez años me regalaron una hermosa bicicleta, rodado 26, marca Bianchi. Yo no había pedido la bicicleta así que fue una sorpresa y una gran emoción. Fue también una premonición, porque después, una querida personita Bianchi, habría de ser mi compañera para todo el viaje de la vida.
Muchos años vivimos en Vicente López, pueblo residencial lindando con la ciudad de Buenos Aires. Con los amigos del barrio nos íbamos a nadar a las aguas leonadas del Río de la Plata. Cuando nos acompañaba un vecino, campeón de natación en río que era Juan de Dios Valerga Curell, a pesar que estaba prohibido, nos llegábamos hasta una bandera colorada, plantada sobre una piedra que señalaba el comienzo del canal de navegación de los grandes barcos. Éramos arriesgados e inconscientes del peligro pero la presencia de Valerga nos daba confianza. Otras veces nos metíamos agachados, por un túnel de desagüe que salía de atrás de la estación de tren Bartoleme Mitre y salíamos, cuando terminaba en la playa, a unos setecientos metros, sucios, embarrados y con mal olor. Que inconscientes! Lo pienso ahora y me da asco y miedo
Cuando vivíamos en la fábrica Mattaldi, nos habíamos fabricado unos tacos de polo cortos y jugábamos al polo en bicicleta. Todo era posible para divertirnos. Vivíamos al aire libre. No nos ataban en casa ni la TV, ni el Nintendo, ni la computadora, ni los chats, ni los Messenger ni los celulares. Nada de eso existía. A los chicos de hoy les cuesta entender cómo podíamos vivir sin esos entretenimientos.
Íbamos al colegio con guardapolvo blanco almidonado. Tenía dos y cuidaba de no ensuciarlos para evitarle trabajo a mamá. No había marcas favoritas para la ropa o el calzado. Nos compraban zapatillas, un pantalón o una camisa. No había Nikes, ni Levis, ni Polo. Había que cuidarlos para que duraran. Al colegio Nacional teníamos que ir con zapatos y cuando la suela se agujereaba se le hacía poner media suela. Todavía no habían aparecido los mocasines de Guido. Y cuando a la media se le hacía un “siete” en el dedo mayor, se la remendaba apoyándola en un mate.
A los doce años cuando terminé la escuela primaria papá me prestó su rifle calibre 9, con cartuchos, para usar en la isla. Las instrucciones que me dio, además de cómo apuntar y utilizar la mira, eran que mis objetivos debían ser las gallinetas y los cuises; nunca tirarle a los pajaritos. Papá amaba los pájaros y sobre todo los zorzales y los horneros. El primero por sus melodiosos cantos que nos despertaban al amanecer. y al hornero por ser un admirable arquitecto, trabajador incansable, que construye su nido de paja y barro, en el cruce de dos ramas, con una entrada acaracolada para defender sus pichones. Los horneros no usan sus nidos dos años seguidos; cada año la pareja construye uno. Y lo más curioso que esos obreros del aire los domingos no trabajaban.
Papá decía que la naturaleza era sabia. Pero, un día encontramos un pichoncito de hornero, vivo y caído en el suelo, al pié de un nido en lo alto. Piaba y abría los ojitos, con una mirada de tristeza que me puso un nudo en la garganta, hasta que se me murió en las manos. La naturaleza era sabia, pero, también era cruel.
Me metía en los pajonales de la isla, con mis botas de goma “Pirelli”, el rifle y el perro que saltaba para poder avanzar en las tierras de “bañado”, con su olor característico. De pronto levantaba vuelo una gallineta y ahí probaba mi puntería. Antes de prestarme el rifle, papá me había regalado otro de aire comprimido, que tiraba municiones o pequeñas flechitas y muchos blancos de cartón, con círculos, que marcaban la certeza del disparo. Con ese rifle de tiro al blanco aprendí. Eran los pequeños detalles con los que papá me iba formando y dándome confianza en mí mismo.
Me hacía saltar zanjas cada vez más anchas y si alcanzaba el borde opuesto me felicitaba y si no llegaba, me ayudaba con su mano fuerte a salir del barro. Mamá protestaba cuando tenía que lavar mi ropa embarrada.
Sabía remar con los dos remos cortos isleños y también dominaba la técnica del botador, con una vara o caña larga y firme que desde la proa, se clavaba en el barro del fondo del rio y después se empujaba, caminando por la canoa de la proa a la popa. Era una técnica familiar a todos los isleños y en esa época, yo me sentía un isleño más.
Un día fuimos con mi amigo Francisco Mangone a ver como estaba la vieja Alborada en el arroyo Guayracá. Fue una desilusión! Abandonada, despintada, algunos de los mejores árboles que yo recordaba ya no estaban. Quedaba solo el tronco viejo de un ceibo que en los veranos se cubría de la flor nacional argentina. Había una tristeza silenciosa que me acongojó. Subí a la galería del frente que llevaba a las dos habitaciones. Allí colgaba, balanceándose, el viejo cartel de madera pintado de blanco, con las letras en negro: “Alborada”. Intenté descolgarlo pero no pude. Hubiera querido llevármelo, atesorarlo, rescatando así un pedazo de mi niñez tan ligada a ese lugar entrañable. El viejo aljibe, construido de ladrillos revocados rústicos, y una orla de azulejos, estaba imperturbable, en su lugar. De la roldana colgaba la cadena oxidada. Levanté la tapa metálica y me asomé; de la cadena pendía inmóvil el recordado viejo balde de latón. Me vino al oído la voz lejana de mamá pidiéndome que llenara el balde de agua para ponerla en el filtro de barro. Y me vi caminando con mamá por los terrenos bajos recogiendo berros y radicheta silvestres para la ensalada. Cuánta nostalgia! Me emocioné; no volví más al Guayracá. No sé que habrá pasado con esa primera Alborada de mi vida. Tal vez ya no existe más o sólo es una ruina. No quiero tampoco saberlo porque hay que tratar de olvidar y dejar a un lado las cosas que nos entristecen.
Mamá tenía reflexiones sensatas y pedagógicas, quizás sin saberlo. Me decía que la vida es como un árbol que apenas plantado, chiquito, necesita el apoyo de un tutor para que crezca derecho y sano. El hombre, como el árbol, cuando crece torcido, es muy difícil enderezarlo.
Todos los veranos, en las vacaciones, pasaba unos días en casa de Aida y Agustín Rossi, viejos amigos de papá y mamá, en el pueblo de Ramos Mejía. En las mañanas, un joven vecino, sintonizaba en la radio un programa que solamente pasaba canciones de Bing Crosby y Frank Sinatra. Fue un descubrimiento. Crosby pasó, pero a Sinatra lo admiré siempre, hasta hoy. Mi tema favorito era y es “My Way”. Después me gustó mucho Bob Dylan y su tema “Blowing by the wind”, que tenía que ver con la guerra de Viet Nam, contra la que yo también protesté, sin saber muy bien porqué.
A los quince años le dije a mamá que quería bautizarme, como lo estaban todos mis amigos. Tía Ana y tía Flora me prepararon y en una iglesia de Belgrano cumplí con el rito cristiano. Tía Ana fue mi madrina.