Mi refugio

Mi refugio
Alborada

martes, 20 de diciembre de 2011

Freddy, Lucila y Paris.


FREDDY


Estando en la estancia “La Brava” de la familia Paz Anchorena, en Mar del Plata, mi querido amigo Freddy y su hermano mayor, Pepe, se pusieron a jugar, cada uno con una lancha, haciéndose olas en la laguna. En una mala maniobra, se chocaron: Freddy se golpeó y cayó al agua; lo encontraron ahogado tres días después. Me enteré estando en Punta del Este y volé a Buenos Aires para su velatorio y su entierro en la bóveda de la familia, en Olivos. Perder a mi entrañable amigo Freddy; fue un gran dolor en mi juventud. Lo sentía un hermano y como tal lo lloré.
 

 

LUCILA


En un viaje al pueblo de Lujan de donde era el Eduardo, (Milo) Gibaja, compañero en la directiva del centro de estudiantes, conocí a su hermana Lucila, bailarina de ballet moderno y alumna de la famosa Cecilia Ingenieros. Ella fue mi primer amor y mi primera pareja. Siempre que podía la acompañaba a sus ensayos de baile para admirarla. Me hacía cargo de poner la música. Un día me dio la mala noticia de que la habían invitado y becado para un curso de ballet moderno en Madrid. Intenté desistirla, pero partió. Fue el primer golpe fuerte a mi corazón. Lloré su ausencia y busqué consuelo en el regazo comprensivo de mamá, pero, finalmente, me decidí a ir a Europa tras ella. Vendí mi amada moto Norton 500 y mi parte en un velero, clase cadete, que teníamos con Freddy y con Luis Basabilbaso, compañero de la facultad y me embarqué en el barco “Corrientes” de la flota mercante argentina.
 Era el mes de junio de 1950, bautizado por Perón, como el Año del Libertador José de San Martín. Tenía 23 años. Viajé en clase económica, en un modesto camarote interno, con cuatro cuchetas que ocupábamos con mi compañero de viaje “Cacho” Di Lorenzo y dos italianos que iban a visitar a sus familias en Italia .Cacho fue mi mejor amigo del barrio de Olivos. A media cuadra de mi casa, estaba la farmacia de sus padres Francisco “Pancho” Di Lorenzo y su esposa Lola. Los sábados nos sentábamos a jugar al póker con la familia Di Lorenzo y otro amigo, el sastre del barrio. Jugábamos desde las diez de la noche hasta el mediodía del domingo y nos fumábamos y tomábamos todo. Hoy lo pienso y lo repudio. Tal vez por el recuerdo de tantas horas de sueño perdidas sin gracia, hoy no me gustan los juegos de cartas y me niego sistemáticamente a participar aún de la ingenua canasta a la que me invitan Norma y sus hermanas en los inviernos de Punta del Este .Tampoco nunca me dejé tentar por los casinos y sus juegos, ni en Mar del Plata, ni en Las Vegas, ni en Punta del Este.
Ya en el barco, conocí a una deliciosa chilena, Eliana Mella Guerra que viajaba con sus padres. Pasábamos el tiempo muy entretenidos en los salones o en cubierta y habíamos formado un alegre grupo joven.
Entre las chicas había una brasileña, que se llamaba Iraci que en el idioma de los indios Tamoios significa labios de miel. Tuve el placer de saborear su dulzura. Evidentemente yo era un poco casquivano y en la inmensidad del mar, comenzó a perder fuerza la imagen de mi primer amor. Me olvidé de Lucila; sin embargo, cuando un día, en Punta del Este, muchos años después, su hermano Milo me dijo que Lucila había muerto, la lloré, muy conmovido.
Tuve la suerte de conocer en el barco a doctor Manlio Fusco, simpático abogado de Nápoles que hablaba un culto y melodioso idioma italiano. Le conté mi episodio con su idioma en el último año del colegio nacional y la linda profesora a la que le miraba las piernas .Le hizo mucha gracia y se ofreció a que yo leyera en italiano y él me corregía la pronunciación. Me encanto la idea y así pasaba con él las horas en que no estaba divirtiéndome con el grupo joven. Cuando hicimos escala en Lisboa se bajo para visitar al heredero del trono de Italia de quien era amigo y que estaba exilado en Estoril.
Papa nos esperaba en Nápoles, le conté de la amistad que había hecho con el doctor Fusco y aceptamos su invitación de visitarlo en el “piccolo Palazzo “de los Fusco en el vecino pueblo de Massalubrense. Era una hermosa villa con un gran patio de naranjos que papa admiró. Desde la terraza se divisaba la isla de Capri. La mama del doctor Fusco nos recibió con mucho cariño y pasamos un día muy feliz.
Papa se fue a España y yo me sumé al grupo de la familia de Eliana. Hicimos juntos las primeras excursiones a Capri, Sorrento y Pompeya. Una noche pudimos ir al famoso Teatro San Carlos. Mi amigo Cacho; era músico, buen ejecutante de clarinete y se asombró ante la maravillosa acústica de esa sala. Era un junio caluroso en Italia, pero con Eliana éramos como pájaros felices cantando nuestra juventud.
Roma nos introdujo en la historia de Italia y de la humanidad. La ciudad de Rómulo y Remo y de la loba que los alimentó, fue fascinante. El Foro Romano, el Moisés de Miguel Ángel y la Capilla Sixtina, Bernini y la Piazza San Pietro, el Vaticano, museos; cuánta historia, cuánto arte y cuánta belleza; no parábamos, siempre acompañando a Eliana y familia. Subíamos y bajábamos las escalinatas de Piazza Spagna, y nos uníamos a la heterogénea juventud, celebrando la vida. Ese rincón romano tiene algo especial que hace que uno pueda quedarse horas, mirando el cielo, las buganvillas floridas o a la gente, como hipnotizado. Una noche festejamos los dólares recién recibidos y cenamos en el restaurante Sabattini, frente a una antigua iglesia iluminada, en el famoso barrio del Trastébere. Fueron días muy felices hasta el momento de la despedida de Eliana y su amable familia. Nos hicimos promesa de reencontrarnos en París.
Seguimos recorriendo Italia hacia el norte, con la ilusión de encontrar a Lucila que estaba bailando en Venecia. Pero cuando llegamos a la romántica ciudad de los canales, Lucila había regresado a Madrid. Fue un amargo desencuentro, pero, esta vez, no me rompió el corazón. Con mi compañero Cacho Di Lorenzo, caminábamos las callejuelas de Venecia sin descanso y subíamos y bajábamos sus pequeños puentes, con los ojos bien abiertos frente a tanta elegante antigüedad e historia. Venecia era mágica pero también era secreta y nuestros días no fueron suficientes para llegar a descubrir su embrujo. Conocimos el teatro de La Fenice que muchos años después se incendió. Nos inclinamos ante el Puente de los Suspiros y supimos que los suspiros no eran de amor y sino de los condenados a muerte que por allí pasaban.
Escuchábamos a los pintorescos gondoleros cantándole a las parejas que alquilaban los románticos paseos por los canales A veces los dólares se demoraban y estábamos muy preocupados. Los reclamos del estómago eran más fuertes que el romanticismo. Me acuerdo que el último día en Venecia, sentados en la escalera de un puente, solo comimos bananas. Ni soñaba entonces que algún, día casado con mi Norma, comeríamos en Cipriani´s y tomaríamos “Bellinis” en la plaza San Marcos.
De Venecia nos fuimos a Paris, en tren tercera clase. Los asientos eran muy duros pero se compensaba con los cambiantes paisajes y la heterogénea y modesta compañía. Algunos italianos cantaban, otros comían la merienda que habían llevado. Una señora amable, a nuestro lado, nos invitó con un sándwich de jamón casero, que fue delicioso y muy oportuno. Que gente linda! Con la generosidad del humilde.

PARIS


De pronto estábamos en París. Que ilusión!
La famosa Ciudad Luz nos deslumbró y nos embriagó de arte, historia y poesía. Nos alojamos en un modesto y simpático hotel del barrio de Montparnase por los primeros días, hasta que fuimos a la ciudad universitaria a visitar al director del pabellón argentino, recientemente inaugurado Era un gran señor De Ridder, para quien yo tenía una carta de presentación. Nos concedió alojamiento gratis, por todo el mes de julio, en una habitación grande y cómoda del segundo piso, con vista a los hermosos jardines. Debajo de nosotros, cada mañana, una avanzada estudiante de piano nos deleitaba al despertar con sus ensayos, La Cité Universitaire estaba en las afueras de Paris, pero el Metró nos dejaba muy cerca.
Nos reencontramos con Eliana. Con ella subí, entusiasmado hacia lo más alto de la torre Eiffel. Caminábamos, descubríamos rincones, tomábamos cafecitos en las sillas de la vereda a la sombra de los toldos, o nos sentábamos en bancos de los parques a conversar y robarnos algún beso. Pero Eliana se fue, y esa vez fue para siempre. Tiempo después alguien me dijo que se había casado en Chile con un médico, discípulo de su padre que era un famoso cirujano.

Estábamos en Paris para la celebración de la histórica fecha patria del 4 de julio. En alegre grupo nos fuimos al atardecer a participar de la fiesta popular. Acercándonos, todavía lejos del escenario, de pronto una guitarra y una voz me estremecieron. Me pareció reconocer a nuestro argentino Atahualpa Yupanqui. Y cuando llegamos si, era él. Que emoción -¡“Yo no le canto a la luna, porque alumbra nada mas, le canto porque ella sabe de mi largo caminar”. Cacho y yo nos abrazamos llorando.
Siempre estábamos muy cortos de dinero. Nos mandaban periódicamente unos dólares que esperábamos con impaciencia y angustia. Generalmente comíamos en el comedor de la Cité, donde el plato más económico era anguila frita. A mí me gustaba y me recordaba cuando con papá las pescábamos de sus cuevas en los bordes de las zanjas de la “Alborada” en el arroyo Guayracá. Aprendí a pelarlas, colgándolas de la cabeza y tirando de la piel resbaladiza hasta dejar su carne desnuda. Mama las cocinaba, muy ricas, encebolladas, Quien me diría que pocos años después la estaría comiendo, casi a diario, en Paris. Algunas noches, para ahorrar, nos comprábamos un cucurucho de papel, lleno de papas fritas, acompañadas con ciruelas secas como postre. Era suficiente.
La ciudad universitaria cerraba por vacaciones en agosto, así que con Cacho tuvimos que mudarnos. Encontramos un pequeño hotel en el Barrio Latino, sobre la Rue Souflot, casi esquina con el famoso Blvd. Saint Michel o Buv. Mich, como después aprendimos a llamarlo. Era un quinto piso, sin ascensor, pero era barato que era lo que nos importaba. En el dormitorio teníamos una piletita lavamanos y un bidet. El baño era común a varias habitaciones y para bañarse debíamos avisar a la encargada que llenara de agua la bañera porque no había ducha. Esta facilidad se pagaba aparte, por lo que demás está decir que no nos bañábamos todos los días.
Una noche fuimos a un concierto de Jacqueline Francois. Cantó “Les Feuilles Mortes” que estaba de moda; hermosa canción cuya letra aún recuerdo:” O! Je voudrais tant que tú te souviennes/ des jours heureux où nous etions amis/ en ce temps –là la vie était plus belle/ et le soleil plus brûlant qu´aujourd’hui………..”
La radio nos deleitaba con Edith Piaf, Jean Sablon e Ives Montand. Escuchar a esos admirados cantantes, además del grato placer, nos acostumbraba el oído al idioma y a la mejor pronunciación.
Me gustaba perderme caminando por los barrios de París, mirado hacia arriba, a terrazas y cúpulas y adelante, a los portales y las esquinas con placas recordatorios de la guerra, los maquis y los fusilados en las diversas etapas de la historia de Paris, hasta que, cansado, buscaba el banco de un parque o un bar, si tenía unos francos disponibles .Una tarde fui al cementerio de Montparnasse donde es muy fácil perderse de tan extenso que es con sus callecitas y. senderos con lapidas y flores a cada lado. Allí reposan los restos de Jean Paul Sartre y Simone de Bauvoir, de Charles Baudelaire y tantos intelectuales y artistas franceses e internacionales. Esta Cesar Vallejo, el peruano que ya había escrito:” Me moriré en Paris con aguacero, un día del cual ya tengo el recuerdo” y esta nuestro Julio Cortázar, junto a su última mujer Carol Dunlop.       
Me encantaba caminar las callecitas de la Ilhe St. Louis, en el Sena. Pensaba si algún día me sería dado vivir por un tiempo allí. Quien vivió sus últimos años esa isla soñada, con su mujer Laura Escalada, fue el gran músico y compositor Astor Piazolla. A Laura la conocí siendo locutora del programa “La Feria de la Alegría”, en mis épocas de televisión en Canal 13 y después se casó con mi amigo Milo Gibaja y al poco tiempo se divorciaron. Laura era una gran mujer, destacada profesional y fue abnegada compañera de Astor hasta el final.
Aunque mi compañero Cacho no era muy amante de la noche, cuando podíamos, salíamos. Paseábamos por la ribera del Sena y nos parábamos en medio de los puentes a contemplar el paso lento de las barcazas. Pero mi lugar favorito, al que el casto Cacho no me acompañaba era un cabaret que se llamaba “Le Ciel” en el barrio de “Pigalle”. Cuando supieron que era argentino, las “señoritas”de la casa me pidieron que les enseñara a bailar tango, lo que yo hacía bastante bien y me retribuían invitándome con una copas del rico Pernod, un fuerte licor anisado que apenas probé me gustó. Si se hacía tarde y perdía el último Metro, nos quedábamos charlando para esperar el primer tren de la mañana. Muchas veces volví a París, pero nunca fue lo mismo. Como tampoco yo era el mismo.
Mi idioma francés había mejorado y me permitía sostener una conversación liviana y cuando mis pobres finanzas me lo permitían caminaba hasta Saint Germain y me sentaba en el Café de Flore con la esperanza de ver Jean Paul Sartre y Francoise Sagan que eran frecuentes parroquianos. A veces, cansado de mis caminatas, me sentaba a leer, en un banco del Parc Monceau, mí preferido, porque había menos gente que en el gran Parque de Luxemburgo.
El profesor de la Sorbona nos aconsejo que visitáramos la biblioteca Sainte-Genevieve. Fuimos varios los que nos asombramos desde la entrada, por enorme, inmensamente rica en contenido, lujosamente bella y muy organizada. La caminamos en silencio con admiración y sana envidia. ¿Porque no figura en la mayoria de los itinerarios turisticos de Paris?   



En algunos días pocos días en que me atacaba la tristeza o la soledad, mi refugio era la Sainte- Chápele, la conmovedora Capilla Real de la Ilhe de la Cité, obra cumbre del período gótico en el siglo XIII con sus asombrosos vitraux que la inundaban de luz y color. Me sentaba en paz y era uno más en la devoción por la Virgen María a quien la capilla estaba dedicada.


Cacho Di Lorenzo ya se había vuelto a Buenos Aires y para mí llegó el momento de abandonar París y viajar a Madrid para encontrarme con papá. Por suerte el pasaje, de segunda, ya lo tenía. En el viaje, repasaba mis días de París y pensaba si algún día podría volver. El tren cruzaba media Francia y media España. Fue un viaje un poco cansador, en asientos incómodos, pero fascinante. Me bebía el paisaje que siempre cambiante, pasaba rápido ante mis ojos curiosos que buscaban archivarlos en la memoria.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Martha y Emilio, La Sirena,Trufik.



MARTHA y EMILIO


En esa época hice amistad con Luis Havas y su novia Martha. Salíamos, charlábamos y nos divertíamos
Después dejamos de vernos y pasaron más de cuarenta años. Un día, en Punta del Este, mi amigo Emilio Perina, nos invita a su sombrilla en la playa, para presentarnos a alguien muy importante en su vida. Al acercarnos, para sorpresa de Emilio y de Norma, la señora que estaba con él, viene hacia mí y yo voy hacia ella, hasta encontrarnos en un abrazo conmovido. Era aquella Martha que hacía tantos años no veía. Me contó su historia. Ya casados, habían ido a Madrid, pero allí, Luis la había dejado, con dos hijos que ya tenían y sin mayor explicación. Martha, con la fuerza y el talento que yo le conocia, salió adelante en el mundo del periodismo y las letras, hasta, de vuelta en Buenos Aires, llegar a Emilio, periodista, escritor y director propietario de la revista “Todo es historia”. Desde entonces renovamos nuestra fraterna amistad, hasta hoy.
Por mi querido y admirado Perina, conocimos al arquitecto Jorge Correa y a su mujer Sarita, ambos encantadores. Formábamos un grupo muy unido, en el que siempre había tema para conversaciones inteligentes, en la playa, en nuestras casas o en distintos paseos. Con ellos conocimos Cabo Polonio, entonces una playa casi desconocida al norte de Punta del Este, con acceso restringido, en defensa de sus dunas milenarias.
Correa se murió en Punta, sorpresivamente. Emilio Perina lo siguió unos años después llevado por un implacable cáncer. Reiteradamente invitamos a Martha que viniera a estar con nosotros en Punta. Nunca aceptó. No se animaba a afrontar Punta del Este sin su Emilio.

LA SIRENA


En un viaje a Italia, papá visitó a la familia de Miguel Sulmona y les hizo los trámites para que sus dos hijos vinieran como inmigrantes a la Argentina. Vivieron y trabajaron un tiempo en “La Sirena”, después don Miguel enfermó y toda la familia se fue a vivir a la ciudad de La Plata. Necesitábamos un encargado en la quinta. Pusimos un aviso en el periódico “Delta” y aparecieron varios interesados. Nos gustó una pareja de entrerrianos, Enrique y Esther, pero a Norma le llamó la atención el vientre abultado de la señora y le preguntó si estaba embarazada. Dijo que no porque ella tenía estrechez de vagina. Los contratamos. Al principio cumplieron muy bien su trabajo, nos esperaban cuando llegábamos con la lancha que ya reconocían por el sonido del motor, regaban nuestra huerta y mantenían muy bien el jardín. Un día nos pidieron permiso para criar un cerdo en terrenos a fondo del parque. Sin entusiasmo, mamá les dió permiso. La panza de la señora seguía creciendo al mismo tiempo que engordaba la chancha que estaban criando. Un fin de semana llegamos y sólo estaba Enrique. Preguntamos qué había pasado y nos contó que Esther, su mujer, armada con un gran cuchillo se había subido a horcajadas sobre la chancha para sacrificarla, pero que en la lucha, había perdido el niño que gestaba y estaba en el hospital.
Tiempo después Esther tuvo una hijita, pero se fue con ella, abandonando a Enrique que se dedicó a la bebida. Una mañana lo encontraron muerto al pié de la escalera de la que seguramente, borracho de vino tinto, se habría caído.

TRUFIK


Para el corte de madera papa tenía contratado a un peón ruso de nombre Trufik, que apenas hablaba castellano. Era un hombre rudo y fuerte que tenía mucho afecto por mí. Se preocupaba de enseñarme todas las precauciones que había que tener para manejar las grandes hachas pesadas y filosas con las que él trabajaba y a mí me gustaba también empuñar. Recién habían aparecido las sierras a motor y aunque papá le había comprado una, él no se acostumbraba a hacerla arrancar tirando de la soguita. Renegaba y volvía su hacha habitual. Este hombre que viene a detenerse en su tarea y quedarse mirando. Parecía descansar pero hoy, yo creo que estaba pidiendo disculpas a sus víctimas. Trufik vivía en una choza que se había construido en un terreno que papá le había regalado, al fondo de la isla. Mamá no lo quería porque cuando venía a hacer las compras a la lancha almacenera, en el muelle de La Sirena, una nube de mosquitos lo acompañaba a él y a sus perros .Era un ruso convertido en isleño que pasaba días y días sin hablar más que con sus perros que estoy seguro que hubieran querido contestarle porque lo amaban con esa fidelidad conmovedora que sólo los perros tienen.
Un día de invierno, otro peón encontró muerto a Trufik, rodeado por sus perros, que aullaban por él y de hambre, sin duda. La prefectura del dique Luján cercano, vino a llevarse el cadáver. Los perros, ladrando, lo siguieron hasta el muelle y cuando la lancha partió se tiraron al agua, siguiendo a Trufik muerto, hasta quedar exhaustos
Sentarse en el muelle de La Sirena, a cualquier hora, era un placer. Cuando el sol que entraba en mi dormitorio o los zorzales, con su canto, me despertaban temprano, todavía la bruma navegaba por el rio, hasta que el sol le ganaba y despejaba el curso, dejando libre el paraíso de verdor que eran sus costas. Disfrutaba de esos momentos al borde del rio, escuchando el rumor del agua, mirando pasar las chatas, unas barcazas gordas, pesadas y semi sumergidas hasta su línea de flotación, por su carga de frutas o maderas. Siempre estaban un poco despintadas, con despreocupación, con el sonido monótono de sus motores de dos tiempos, luchando contra la corriente cuando iban aguas arriba o ligeras y joviales, yendo aguas abajo. Los juncos de las orillas se mecían lánguidos, suavemente, cuando las olas los alcanzaban. Formaban una masa de varas verdes, flexibles, que el agua sacudía hasta que se aquietaba y los juncos volvían erguidos a su formalidad.
Si no nos ahuyentaban los mosquitos esperábamos en el muelle hasta el momento en que caía la tarde y se hacía penumbra. Las nubes rodaban en el cielo, se dibujaban las sombras de los árboles y empezaban a brillar las estrellas, mientras los pájaros buscaban rama para pasar la noche. No teníamos iluminación eléctrica. Algunas noches nos plateaba la luz de la luna.
Una tarde estaba tratando de arrancar el motor que operaba la bomba de agua y no encendía. Saqué la bujía, la limpié y la volví a su lugar. Seguramente no la apreté lo suficiente y cuando arranqué el motor se soltó disparada como una bala. Me rozó la oreja y me quedé quieto y mudo, pensando de lo que me había salvado. Fue otra de las veces que no me morí.
Mamá y papá eran enamorados de los sauces, principalmente el sauce llorón, tan triste, con sus ramas que cuelgan lánguidas y perezosas. Los árboles son símbolo de eternidad .Dicen que la civilización comenzó con los árboles y el día que el hombre corte el último árbol la civilización acabará. El sauce llorón es el poeta de los árboles y símbolo de pureza. Es el más romántico y melancólico. Son árboles muy antiguos y tienen historia porque dicen que Jesús en su Vía Crucis, fue azotado con varas de sauce, antes de ser crucificado y esto le causó tanta pena al sauce que dejó colgar sus ramas, convirtiéndose así en un sauce llorón.
Siempre temíamos que las chicas, que aún no sabían nadar, se acercaran al río, profundo y con fuerte correntada. Nunca olvidaré el día que de pronto vi a la pequeña Normita en el muelle, inclinada, mirando el agua. Creo que no corrí, sino volé y en tres saltos estaba rescatándola del peligro que ella ni había advertido. Desde ese día, cuando no podíamos estar al lado de ellas, especialmente de Normita que era la más traviesa, la atábamos con una cuerda larga, para que pudiera movilizarse, pero no acercarse al río.
Norma estaba tan entusiasmada con la huerta y los frutales que llegó a inscribirse en un curso de poda en el Jardín Botánico de Buenos Aires y después, ante el escepticismo de los caseros, lo puso en práctica, sobre todo con los ciruelos. Los ciruelos eran una alegría de la primavera porque eran los primeros en florecer. También las etéreas glicinas florecían en octubre, pero su vida efímera era de menos de un mes.









Mi primera lancha se llamó “Sirenita”. Era blanca y celeste, de unos 12 píes de eslora y con un motor fuera de borda, de 55 hp. Años después, la segunda y última lancha, color naranja, era un modelo “Dorado V”, del astillero Regnícoli, con 16 de eslora y un fuera de borda de 125 hp. La llamé “Sirena” como la casa. Todos los viernes al atardecer nos íbamos en el auto hasta la guardería, en el Tigre y en unos 18 minutos de lancha; llegábamos a La Sirena. Pasábamos en la isla tres noches y dos días completos y el lunes, bien temprano, regresábamos al Tigre y por la carretera Panamericana en menos de una hora estábamos en casa, en Palermo. A las 9.30 ya estaba en mi oficina de Canal 13. Era la combinación perfecta, en una época muy feliz, con las chicas aún siempre con nosotros y con muchos amigos que nos acompañaban.
Casi todos los fines de semana teníamos invitados, familia y muchos amigos, de la televisión o de la política. Dicen que los amigos se cuentan con los dedos pero yo siempre tuve más amigos que dedos. Enrique hacía el asado que yo controlaba y me ayudaba a servir. Norma, con ayuda de sus amigas Cacha o Tota, se encargaba de las ensaladas y los postres. Nuestros asados ya eran tan habituales que muchas veces atracaba Goar Mestre, mi jefe, dueño de Proartel, con su crucero, o amigos de las chicas con sus lanchas u otros que llegaban en las lanchas de pasajeros, sin aviso, pero contribuían con carne, chorizos y vino y se sumaban a los alegres almuerzos. En una sobremesa Goar Mestre les dio consejos a las chicas sobre el amor. Les dijo que sus componentes principales eran: la atracción, la admiración y el respeto y que cuidaran que no faltara ninguno de ellos cuando se enamoraran. Un domingo, llegamos a ser treinta y seis. Pero éramos felices. También al Dr. Arturo Frondizi, después de ser presidente, le encantaba venir a La Sirena, en días de semana, en el barco de su fiel secretario de toda la vida, Tito González y caminar en silencio por los senderos de la isla. Querido don Arturo, seguro que tenía tanto para meditar!
Un domingo al mediodía, en que el agua estaba muy alta, se arrimó a la estacada de la costa una reluciente lancha Crist Craft, tripulada por un chófer y un joven buen mozo. Era Jóse Criado Pérez, festejante de Normita que venía a buscarla para un paseo. Normita se subió y se fue. Ese día nos dimos cuenta que ya empezábamos a perderla. Poco tiempo después Criado Perez se fue a vivir a España con sus padres. Normita lloró desconsoladamente ese amor de los quince años y yo la consolé dándole ánimos al borde de su cama, como mamá me había consolado cuando yo también lloraba la ausencia de mi primer amor.
Atrás de la casa había un árbol de Kaki, muy grande y cerca, un hermoso Liquidambar. En otoño ambos se despojaban de sus hojas doradas que formaban un colchón, hasta que el que el viento las arrastraba y hacía bailar, como si tuvieran vida.
En otoño también maduraban las frutas de los dos grandes Pecanes en medio del parque. El Pecan es primo del Nogal y da unos frutos, ovalados como huevitos, con un gusto muy parecido al de la nuez. Con las chicas, nos gustaba sacudir sus ramas, ayudados por una caña alta, para hacer caer los frutos que guardábamos el tiempo necesario para su maduración final. A la sombra de uno de esos Pecanes, un día, acompañado por Andrea y mi amigo Francisco Mangone, deposité las cenizas de los tres seres queridos que se me habían ido: papá, mamá y mi hermano.
El muelle de La Sirena también fue testigo de mi juvenil aprendizaje oratorio y de mis recitados. Me inspiraba la soledad y el silencio sobre el rio. La poesía gauchesca me apasionaba, me imaginaba galopando por la pampa y parando a descansar a la sombra de algún ombú. Me atraía la poesía culta de Rafael Obligado y memorizaba sus versos tan descriptivos:
“Cuando la tarde se inclina,
sollozando al occidente,
corre una sombra doliente
sobre la pampa argentina,
y cuando el sol ilumina,
con luz brillante y serena,
del ancho campo la escena,
la melancólica sombra
huye besando su alfombra
con el afán de la pena.”

Me subyugaban el ritmo y la cadencia de las poesías.
La familia Mangone cuidaba La Sirena con mucho cariño. Ellos también se habían enamorado de ese lugar de paz. Francisco que era arquitecto tenía una empresa de construcción y una vez por año llevaba gente y hacían en varios días las tareas de mantenimiento   necesarias.   Muchas veces   Francisco me  había  ofrecido  comprar  la
propiedad y yo me negaba. Pero llegó un momento con nosotros viviendo parte del año en USA y parte en Punta del Este que se nos hacía difícil hasta encontrar tiempo para una visita fugaz y un asadito apurado. Ni María desde Chicago ni Andrea en Buenos Aires podían ocuparse. Mi sueño de que La Sirena fuera pasando como propiedad familiar a sucesivas generaciones no podía realizarse. Le vendí La Sirena a Mangone. Iba a quedar en manos amigas y sensibles a su belleza. Fué un duelo. No quise despedirme de mis árboles amados. Eran como mis hijos. Los había plantado con papá. Los había ayudado a crecer hasta la adultez soberbia que lucían. No los olvido. Algún día volveré a La Sirena y los abrazaré uno por uno, explicándole que las circunstancias me obligaron a apartarme pero que los llevo siempre en mi corazón, testigos de amores y travesuras, como parte importante de mi vida.
Yo visitaba a mamá y papá en la casa de Olivos lo más que podía. Una mañana estábamos conversando con mamá en el comedor mientras papá se afeitaba en el baño cuando sentimos un fuerte ruido y lo vimos caído en el suelo, con sangre saliéndole de un oído; eso tal vez lo salvó de un derrame interno. Saqué fuerzas para llevarlo en brazos hasta la puerta de calle donde mamá ya había llamado un taxi. Me quedé con él tres días en el hospital de Vicente López y cuando salimos papá no se acordaba de nada.