Mis abuelos fueron inmigrantes: Juan Seoane, español y María Grecco, italiana, por parte de papa y Juan Yacaruzo y Lucia Mennella, italianos, por parte de mamá. Papá, nació en 1886 en Morón, provincia de Buenos Aires pero se crio en el arroyo Caraguata de las islas del delta del Paraná. Se llamo Antonio María porque la abuela, devota de la virgen María les puso María a sus siete hijos, tanto mujeres como varones: Antonio María, Juan María, José María, María Rosa, Ana María, Raúl María y Marie Flora. Mamá nació en la casa de la familia Yacaruzo, en el arroyo Guayracá, en 1901.
A los catorce años mandaron a papa a casa de unos gallegos amigos que tenían un bar en la Capital Federal para que fuera al colegio y trabajara, Pero fue más trabajo que colegio porque en el bar y almacén del gallego, papa niño trabajaba catorce horas y después dormía en el suelo sobre un flaco colchón. Nunca se quejo de esa época, lo contaba, pero no se quejaba. Primero vivió en el barrio de San Telmo. Era época de compadritos y malevos y de un comisario que los perseguía y en vez de encerrarlos, les cortaba uno de los altos tacos de los zapatos negros que usaban esos guapos y les cortaba el pelo, rasurándolos con la máquina cero en la mitad de la cabeza. Después se fue a vivir al pueblo de Caseros. Era lector ávido y frecuentaba diariamente la biblioteca popular. No sé cómo consiguió trabajo en los ferrocarriles y después en la aduana de Buenos Aires. Se casó con Joaquina, una señora gorda, viuda, varios años mayor que él. Joaquina tenía un buen pasar y lo mimaba y vestía con buenos trajes y camisas de seda, con cuello duro, almidonado y zapatos negros con polainas. Luego fue a papá que le tocó quedar viudo. Antes, habían adoptado una niña que se llamaba María Esther. Cuando tenía doce años sufrió una infección por una muela, en esa época en que todavía no existía la penicilina ni los antibióticos y murió. Papá hizo todo por salvarla, incluso trajo un médico especialista de Alemania, sin éxito. Tengo muy claro su recuerdo. Era de cutis muy blanco, con el pelo morocho cortado a la “garzón” y un flequillo en la frente. Tocaba muy bien el piano. Su muerte fue mi primer asombro y mi primera tristeza.
Mi padre era deportista, había jugado al futbol y después comenzó a remar en botes del Club italiano, en el Tigre. Un domingo, remando silenciosamente, por un sinuoso arroyo que se llamaba Guayracá[1], pasó frente a un muelle donde estaba sentada una hermosa joven, como una flor silvestre de la isla.[2] Se saludaron y luego papá siguió su camino. Pero había quedado embelesado por esa joven y el domingo siguiente volvió al mismo arroyuelo y ella estaba en el mismo lugar; tal vez esperándolo. Conversaron, atraídos y así comenzó el idilio. Poco después papá compro las tierras de enfrente del arroyo y con ayuda de sus amigos Tomas Scaglia y Agustin Rossi, construyo una pequeña casa, de materiales, barro, en alto, debido a las inundaciones y la llamo “Alborada”. Fue la modesta casita amada que papa hizo nido de su amor, con aquella cama grande que había sido de la abuela italiana y donde tal vez nos engendraron a Tito Livio y a mí. Fue el comienzo de la zaga Alborada. Muy pronto papa compro una lancha, en V, estilo isleño, a la que también llamó Alborada. Se casaron con Nuncia en 1925, cuando mamá tenía 24 años y papa 49.
Cuatro años después nació mi hermano Tito Livio.[3] Papa tuvo problemas para que el Registro Civil le aceptara el nombre de Tito Livio. Entonces solamente inscribían los nombres del santoral. Pero papá discutió con vehemencia, aportó antecedentes históricos y la ganó. Mi pobre querido hermano nació con algunos problemas de salud que lo acompañaron toda su vida. Tuvo dificultades para su desarrollo y quedo bajo de estatura, lo que lo mortificaba y probablemente influyó en su carácter más bien hosco y reconcentrado.
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